Mi última escala en Madrid ha sido demasiado corta, pues heme aquí de nuevo en el Museo Thyssen-Bornemisza, en la exposición “Modernismo ucraniano 1900-1930″. El subtítulo: “En el ojo del huracán”, que se podría traducir del ruso al español como “en el centro de la tormenta”, pero en inglés y español el centro del huracán se llama “ojo”.
Y este resultó un gran título para una historia sobre aquellos que fueron “el ojo de todos los huracanes”, artísticos y políticos de esa época. Mientras recorría la exposición, pensaba qué clase de modernismo ucraniano podía ser este: Exter, Burliuks, Lissitzky, Sonia Delaunay o Malevich. Luego miré a mi alrededor y me di cuenta de que frente a mí había pinturas en las que brillaban los colores de las camisas bordadas y los huevos de Pascua, y no importa qué influencia francesa o italiana fuera visible ahí, los elementos ucranianos saltaban a la vista. Luego entendí otra cosa: esos cuadros eran de artistas ucranianos, rusos, judíos residentes en Ucrania, algunos de los cuales lograron irse a París o Munich; otros vegetaron bajo el dominio soviético y no pocos desaparecieron en las mazmorras de la NKVD. Sorprendentemente, aquellas décadas turbulentas se caracterizaron por la fantástica vida artística e intelectual en Ucrania.
A medida que seguía caminando por las salas, ante mí se abrían bocetos de vestuario teatral, portadas de revistas, retratos, paisajes e iba entendiendo lo interesante e innovador que era todo; pensaba una vez más en cuánto nos privaron en la época soviética, cuando nos aislaron de la mayor parte de la cultura mundial e, incluso, teníamos la idea muy superficial y distorsionada de la cultura de nuestro propio país. Luego llegué a la sala de los boychukists, seguidores de Mikhail Boychuk, y perdí el don de hablar al ver la luz que emanaba de las pinturas, de sus increíbles colores.
Cuando vi el trabajo de Emanuel Shekhtman “Pogromo judío”, me vino a la mente que el artista fue a la guerra en 1941 como voluntario y pereció en el campo de batalla cerca de Moscú. Hoy, en medio de otra guerra que perturba y desgarra hasta lo más profundo, estoy parada en un museo en Madrid, mirando las pinturas de artistas que trabajaron en Kyiv, Kharkov, Kherson y veo una pintura de gran impacto de Shekhtman. ¡Cómo se mezclan y se entrelazan todas las tragedias en nuestro mundo!
En la década de 1920, los bolcheviques apoyaron y elevaron las culturas nacionales, oponiéndolas a la cultura “oficial” del imperio ruso, por lo que comenzó en Ucrania la política de “ucranización”, que fue utilizada por artistas, poetas, directores y, debo decir , que entre ellos no estaban solo ucranianos étnicos. Pero a principios de la década de 1930, inició una lucha contra la”ucranización”, declarada como una manifestación del nacionalismo burgués. Así fue como se destruyó la flor de la cultura ucraniana; no es sin razón que hoy existe el término “renacimiento ejecutado”.
La última sala está dedicada a la paulatina y forzada salida de los artistas de vanguardia y la imposición de los principios del aburrido realismo socialista. En el régimen soviético, se vivió un período de represión y violación a los derechos humanos, que no solo abarcó el campo político, sino también la expresión artística cuya supuesta ambigüedad pudiera suponer peligro político, ideológico o moral para el régimen.
Aquella censura fue una forma de represión intelectual desde cuya práctica se coartó la libertad de pensamiento. Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no sirve de nada.
Las pinturas expuestas en Madrid llegaron de colecciones privadas de todo el mundo y de museos ucranianos. Mi esperanza es que estas obras no mueran bajo los bombardeos y regresen a salvo a su tierra natal.
El autor es docente, periodista y filólogo
