Cuando mi esposa y yo supimos que había una alta probabilidad de que nuestro segundo hijo naciera con Síndrome de Down fue como si llegáramos al borde de un abismo sin fin al que al que era inevitable caer.
No sabíamos a qué nos íbamos a enfrentar ni cómo iba a ser la vida con el nuevo hijo que esperábamos. Tampoco si íbamos a resistir esta dura prueba que sentíamos nos había puesto la vida, o Dios en el camino.
Fue en retrospectiva un momento injusto con todos y con el bebé que esperábamos, porque se nos aguó de repente la fiesta por la próxima llegada del nuevo miembro de la familia que habíamos idealizado antes, al no saber muchas cosas sobre una condición respecto a la cual no teníamos antecedentes familiares conocidos.
Injusto, porque nuestro nuevo hijo, al que debido a la confusión y desconocimiento le quedamos debiendo hasta el baby shower, fue una cajita de sorpresa y es hoy una inmensa alegría que emociona nuestras vidas. Vale la pena indicar que esta sensación positiva no nos llegó de repente, ya que hubo personas maravillosas que nos escucharon pacientemente, y que con sus palabras, conocimiento y ejemplo nos enseñaron que en realidad se podía salir adelante.
Jamás fue que no quisiéramos o quisiéramos menos a nuestro hijo debido a la condición con la que venía, sino que simplemente estábamos ante un nuevo escenario o una nueva prueba de la vida.
Pero como se dice a veces, después de la tormenta viene la calma, y un proceso de recuperación de la paciencia y la estabilidad familiar en todos los aspectos nos unió de repente más que nunca como familia en torno a nuevos propósitos. Fue un camino de trabajo duro y sacrificio, con el apoyo de profesionales y de algunas instituciones cuyo valor es incalculable.
Este segundo hijo fue un luchador desde el primer momento de su nacimiento, en el que el pediatra tuvo que ayudarle por unos momentos con oxígeno para que pudiera respirar, quitándonos el miedo de perderlo.
Pero pasado ese primer momento de angustia todo marchó mejor, y nuestro hijo mostró buena salud en todas las pruebas médicas que le hicieron en el hospital. Siendo bebé empezó entonces a trabajar muy fuerte con terapias para vencer la hipotonía, y en medio de las cuales no podía evitar llorar debido al esfuerzo que implicaban los ejercicios y para poder sostener si quiera su cuello.
Hoy nuestro hijo tiene 8 años, camina y corre con mucha agilidad, y tiene una vida muy activa, en la que no faltan las travesuras y ocurrencias. Es un terremoto por su curiosidad y vitalidad, que nos da trabajo pero también nos emociona ver cada vez que logra algo nuevo o desarrolla una nueva habilidad.
Su capacidad de aprender y de entendernos, muy diferente de lo que imaginamos, nos da esperanza, aunque sabemos del gran obstáculo que para lograrlo implica al final el medio.
Decepción por el sistema
Lo que no sabíamos, en medio de todos estos logros de nuestro guerrero, era que íbamos a encontrar en la educación el mayor obstáculo para su desarrollo e incorporación en la sociedad como una persona útil e independiente.
En Panamá la educación no es realmente inclusiva, aunque existe la ley 42 del 27 de agosto de 1999 que respalda esa idea, o aunque haya personas que trabajen en la materia y con muy buena voluntad.
Existe una distorsión básica en torno a lo que es esa ley de inclusión y la aplicación de la misma, pese a que está amparada por acuerdos o compromisos internacionales.
Tampoco existe una autoridad que fiscalice o haga respetar el cumplimiento de esa ley de inclusión, o el derecho de una persona con discapacidad a estar en un aula con otros estudiantes con o sin alguna condición, como una ventana para potenciar sus posibilidades de convivencia y desarrollo.
Basta con tener un hijo con discapacidad para entender por qué no se respeta el derecho a la educación, ya que conseguir un cupo, en especial en las instituciones educativas privadas, es una verdadera odisea. Implica buscar mucho para que le den la oportunidad a un hijo con discapacidad de estudiar y aprender, o inclusive hasta rogar para ver si lo quieren recibir.
Es como si tener una discapacidad fuera una barrera infranqueable, ante un Estado pasivo, que no hace demasiado para que en realidad se dé la inclusión en las aulas, y que tampoco educa a la sociedad sobre lo que implica una verdadera inclusión.
Es muy fácil que la directiva o el personal de una escuela, sea de índole religiosa o no, le diga a los padres de un niño con discapacidad que simplemente no hay cupo, sin pensar que es una respuesta inmoral y alejada además del mismo sentido humano y religioso, ya que esa es una buena excusa para rechazar a un alumno aunque en realidad si haya cupo, privándolo del derecho a educarse.
La discrecionalidad en las instituciones educativas en cuanto a qué estudiante admitir o no, no en todas, les da el poder para discriminar y violar la ley y las leyes, sin que nadie les diga nada ni les obligue a cumplir nada.
La situación lleva a muchas familias a tener que pagar en centros educativos muy caros, a pagar refuerzos extracurriculares o a tener que resignarse a dejar a sus hijos con discapacidad en casa, con la esperanza de educarlos de alguna otra forma, para que sean independientes, puedan desempeñarse en alguna actividad y sean útiles a la sociedad.
En las escuelas públicas aunque parece haber una mejor disposición a respetar la ley de inclusión, no se cuenta tampoco al final con el personal suficiente ni con la capacitación suficiente para en grupos de muchos alumnos poder atender también a los estudiantes con discapacidad. El trabajo y esfuerzo con estos grupos heterogéneos se hace entonces agotador y el camino inevitable parece ser tener a todos los alumnos con discapacidad en un salón aparte, y sin la oportunidad o con poca oportunidad de convivir con otros alumnos sin discapacidad, aunque eso no sea lo mejor.
Nos preguntamos por lo expuesto si es tolerable pensar una sociedad en la que las personas están también aparte o separadas por su raza, por su nacionalidad, por sus ideas, por su clase social o por su condición o creencias.
Es una pesadilla encontrar las condiciones para una verdadera inclusión cuando no se hace respetar el derecho de todos a desarrollarse de la misma forma, de acuerdo con sus capacidades. ¿Cómo hacer un país mejor si no se cree en la potencialidad de todas las personas, más allá de su condición, en una nación con maravillas y potencial de desarrollo humano, pero en la que la desigualdad social sigue siendo el Talón de Aquiles?.

