Mi primer encuentro con Jenny C. White del Bal
Entre 1973 y 1975, estando en la Universidad de Yale, primero gracias a una beca del Social Science Research Council y luego como profesor invitado, tuve un encuentro memorable en la Sterling Memorial Library, su icónica y bellísima biblioteca con fachada de catedral neogótica que contiene en sus 15 pisos más de 4 millones de libros e innumerables archivos y manuscritos. Un día, al azar, como suele ocurrir cuando se investiga, encontré un libro impreso con las cartas enviadas por Jenny White del Bal a su madre, que era escritora, cuyas páginas he aprovechado en varios de mis libros. Envié una copia al siempre recordado C.M. Gasteazoro, entonces director de la editorial universitaria, para que lo tradujera y publicara, pero el comité editorial lo desdeñó, según me dijo, por ser norteamericana.
Jenny White nació en Nueva York en 1835 en el seno de una influyente familia católica de la élite neoyorkina. Tenía un tío obispo y una hermana monja. La madre era hija de un general y publicó varias novelas. El padre era juez de la Corte Suprema del Estado de New York y amigo personal del presidente Abraham Lincoln (quien le pidió a Jenny le informara sobre la manera que Colombia manejaba el asunto de los negros, una de sus grandes inquietudes, y ella lo hizo de manera brillante). Se casó con el santiagueño Bernardino del Bal Arosemena, recién graduado en Harvard, y a fines de junio de 1863, en plena Guerra Civil, la pareja se embarca para Panamá. Todavía cerca de la costa observaron espantados desde el vapor el resplandor de las explosiones y escucharon el tronar de los cañones.
En Panamá se alojaron en la casa de doña Magdalena del Bal (viuda de José Antonio de Sosa), tía de Bernardino, y finalmente se instalaron en Santiago. De cada vivencia Jenny dejaba escrita amorosas cartas a su familia describiendo las intimidades de la vida diaria entre las élites, las persecuciones políticas y las actitudes morales y religiosas. Son inigualables sus descripciones sobre las fiestas, las corridas de toros, los rodeos, el decorado de las casas, el vestuario, el mobiliario, las modas, las costumbres sociales y la cultura alimentaria. Y en ellas no se encuentra una sola queja de las incomodidades y privaciones que debió sufrir en aquel remoto pueblo rural, tan lejano de su sofisticado Nueva York. Constituyen un material invaluable para el conocimiento de las mentalidades y de la vida cotidiana de nuestro siglo XIX.
Poco tiempo después, el gobierno colombiano de Tomás Cipriano de Mosquera, imitando la ley española de Juan Álvarez Mendizábal, desamortizó los bienes de manos muertas de la Iglesia. Los conventos fueron cerrados y los religiosos y religiosas expulsados. En Santiago, el hospital-convento de San Juan de Dios cerró sus puertas. Justo después estalló otra de las tantas guerras civiles locales y en los combates que tuvieron lugar en Las Brujas y San Francisco en 1865 se produjeron numerosas bajas en las tropas de ambos bandos. Sin hospital ni monjes juaninos, Jenny improvisó un somero hospital con ayuda de sus parientas políticas, las Bal y Arosemena, y un médico norteamericano radicado en Santiago. Su dedicación fue admirable.
Luego se dio a conocer por diversas obras sociales y humanitarias. En 1867 enferma gravemente de fiebre amarilla y los habitantes de Santiago “ocuparon la plaza frente a su casa, rezando arrodillados por su recuperación”. Muere del mal a los 32 años dejando huérfanas a sus dos pequeñas hijas nacidas en Santiago. El obispo ordenó doblar las campanas en su honor y en todo el país se cerraron las puertas de las tiendas y las oficinas públicas. En los obituarios la apodaron “la santa”, “el ángel de Santiago”, exaltándola como la “Florencia Nightingale de Sudamérica”. Un sentido obituario fue publicado en The New York Times con el título de “Death of a Noble Woman”.
A fines del siglo pasado, conociendo mi interés por Jenny White, me visitó el entonces doctorando en historia, Aims McGinness, descendiente directo de uno de sus hermanos y me obsequió una foto de su boda con Del Bal. En junio de 2010, en uno de sus tantos viajes a Panamá, ya casado y con sus dos bellas nenas (la mayor, hoy brillante universitaria), el autor de Path of Empire, Panamá and the California Gold Rush, llegó con la intención de revisar los archivos parroquiales de Santiago para buscar datos sobre Jenny y sus hijas con Del Bal. Le acompañé y solo encontramos los de defunción de Bernardino pero nada de Jenny ni sus hijas, como si nunca hubiesen estado allí. Tal es la suerte de nuestros archivos. Sospecho que las niñas fueron reclamadas por su influyente abuela en Nueva York y allá fueron enviadas. No encontrar nada fue para ellos una gran decepción… y para mí una vergüenza.
En años recientes, mi buen amigo Stanley Heckadon Moreno tuvo en sus manos otra copia del libro con las cartas de Jenny y ha publicado sobre nuestra heroína numerosas y fascinantes páginas en el suplemento Épocas, a cuya lectura remito al lector.
Mi primer encuentro con Thomas E. Hogg
También en la Sterling Library, en la colección de microfilmes con informes consulares, tuve otro hallazgo acaso más sorprendente y mucho más difícil de rastrear. No lo acompañan cartas privadas y se desarrolla en un escenario bastante más complejo. En un informe del cónsul norteamericano se hacía referencia a un tal Thomas Egeton Hogg, exmilitar confederado que una vez concluida la Guerra Civil se trasladó a Panamá, y que en sus andanzas por Darién había encontrado, según él, una ruta para la construcción del Canal Interoceánico, aunque nadie le hizo mucho caso. Dice el cónsul que casó en Panamá a su hija Mary con el agente de la Compañía Francesa de Vapores, de apellido Sucre. Luego Hogg y su hija desaparecen de la escena panameña.

¿Serían los Sucre panameños descendientes de Mary Hogg de Sucre? Ernestina Sucre Tapia (n. 1892, m. 1982, la del “Juramento a la Bandera”; Tinatía para los sobrinos), y dos de sus hermanos, que traté de cerca, eran rubios y de ojos azules. A juzgar por una fotografía de 1862, donde Hogg aparece vestido de coronel confederado, sus ojos eran azules, sus hombros estrechos y su figura frágil; lucía una puntiaguda y espesa barba chivera, como la de Custer, el de la batalla de Little Bighorn, y mostraba un ademán levemente altanero y suficiente, poco agradable. Con esta interrogante en mente me dediqué a investigar el personaje, sin sospechar la fascinante historia que me esperaba. Pero no encontré ningún vínculo familiar con los Sucre aguadulceños.
Mary Hogg llega a Panamá como muy temprano entre 1867 y 1868, y se casaría y tendría su primer hijo, si lo tuvo, hacia 1869, cuando ya el linaje de nuestros Sucre se encontraba establecido. El primer Sucre documentado en Panamá es José Ángel Sucre Ávila, nacido en 1817. Se había dedicado exitosamente a sus negocios durante lustros y para la fecha en que Mary Hogg desposa al Sucre francés ya había dejado una extensa prole con su apellido. Según su partida de defunción muere en 1871 “enajenado de la razón”. Se había casado con Saturnina Jiménez, y su primer hijo, José Ángel Sucre Jiménez, nacido en 1863, desposa en 1893 a Paulina Tapia, los futuros padres de Ernestina Sucre Tapia y sus hermanos. Su segundo hijo, Sebastián Sucre Jiménez (constituyente de 1904), nació el año siguiente. Fue con ellos que el linaje y apellido de los Sucre llega a nuestros días. Ningún vínculo, pues, con Mary Hogg. Lo del rubio de los hermanos Sucre Tapia lo paso a otros para que lo investiguen.
Pero ¿quién era este tal Thomas E. Hogg? Tuve que esperar muchos años para descubrirlo. Fue entre 1990 y 1991, cuando me instalé en Baltimore con mi esposa Angie como Fulbrigtht professor en el College de Notre Dame de Maryland. Como sabía que Hogg era originario de Baltimore, que queda a minutos de Washington, confiaba que en los ubérrimos archivos de ambas ciudades encontraría lo que buscaba. Y lo encontré.
Hogg, el gran privateer de la Confederación
Para mi sorpresa encontré que Thomas E. Hogg había sido el más famoso privateer confederado de la Guerra Civil de USA, es decir una suerte de corsario con carta patente de su gobierno que le autorizaba a hacer presa de bienes del enemigo en altamar. O algo así. De hecho, esta es una figura afincada en la moral colectiva de la sociedad norteamericana desde y antes de su Independencia. Nada que se considerara inmoral o prohibido, siempre que lo excusara una “causa justa”. Además, Hogg llegó a ocupar el cargo de mayor del Ejército Confederado (y aunque en su fotografía de 1862 se lee “coronel”, sospecho que lo escribió él mismo, así de pretencioso era). Si se encontraba en Baltimore, acaso participó en la manifestación de los Baltimoreans que apedrearon las tropas que llegaban del norte para proteger la desvalida Washington, situada en medio de Virginia y Maryland donde ya se celebraban combates.
Se sumó desde temprano a las fuerzas confederadas (no se sabe si porque era esclavista, que no creo que lo era, o por sus simpatías secesionistas, las dos grandes causas de la guerra) y pronto cayó en Texas gravemente herido en combate. Teniendo aún las heridas frescas se lanzó a su aventura de privateer.
El sur se encontraba en situación muy desventajosa respecto al norte en casi cualquier cosa: en la industria fabril, en los recursos económicos, en tecnología militar, en el número de tropas, y en la producción masiva de armas más eficientes y poderosas. Solo se mantenía, gracias a que ganaba una y otra batalla, debido a la estrategia y brillantes maniobras militares del general virginiano Robert E. Lee, comandante en jefe de las fuerzas confederadas, graduado en West Point como casi todos los que comandaban las tropas norteñas.
El problema económico era realmente crítico, y una manera de solventarlo, aunque fuese a medias, era asaltar barcos con propiedades del enemigo, sobre todo cargados de algodón, un producto de enorme cotización en los mercados debido a la grave escasez producida por la guerra. Para emparejar las cosas, y como estrategia de guerra, era urgente hacer todo el daño posible al enemigo. Y para eso estaba nuestro privateer Thomas E. Hogg.
El 26/XI/1863, Hogg, de familia procedente de Irlanda, junto a cinco irlandeses, abordaron en Matamoros, México, la goleta de la Unión Joseph I. Gerrity, fletada de algodón. Sin hacer daño a sus tripulantes se apoderaron de la goleta y se dirigieron a la colonia británica de Belice. Allí los liberaron, falsificaron los documentos, cambiaron el nombre de la goleta a Eureka y vendieron el algodón. Pero los tripulantes del Gerrity dieron la alarma a las autoridades británicas y empezaron los problemas para Hogg.
A Gran Bretaña le convenía apoyar a la Confederación para debilitar a Estados Unidos, pero optó por mantenerse al margen de la guerra, disimulando sus simpatías y sin tomar partido. Pero una cosa era la alta política de Estado y otra lo actuado por Hogg. Se trataba de la venta ilegítima del algodón dentro de sus dominios, que además procedía de un flagrante acto de piratería en altamar y esto no se podía tolerar. Y empezó la persecución. Cuatro de los irlandeses se escaparon dirigiéndose a Liverpool, donde fueron apresados, y Hogg huyó con otro hacia Nicaragua y de allí viajó por mar a Panamá. Pronto se distribuyó una hoja impresa con su rostro acompañada del comprometedor “Se busca”. Más tarde, inquieto por la suerte de sus amigos irlandeses, a quienes se les encausaba por actos de piratería, se dirigió a Liverpool con lo que había obtenida de la venta del algodón y contrató abogados para que se les liberara. Con este gesto y la captura del Gerrity, Hogg se convirtió en una figura estelar entre los confederados y empezó su fama como exitoso privateer.
El gran proyecto de Hogg en el Pacífico
Una vez en Panamá, Hogg tuvo una suerte de epifanía, al observar los enormes cargamentos de oro que transportaban los vapores procedentes de las minas de California. Y empezó a estudiar la posibilidad de capturar estos barcos y llevar sus tesoros a la desesperada causa confederada. De Panamá se dirigió con esta idea a Florida, donde se encontraba Stephen Mallory, el secretario de Guerra de la Confederación, que aprobó su plan en mayo de 1864. Su fama de privateer le precedía, pero ahora el botín ya no sería algodón sino el mucho más apetecido metal precioso. Con solo 7 hombres, proponía capturar uno de los vapores que salían regularmente de Panamá, El Salvador o el Guatemala, al que convertiría en nave de guerra, para perseguir los vapores cargados de oro de California. Aunque no queda claro cómo haría llegar ese oro al gobierno confederado, ya que por Panamá no le sería fácil. La idea propuesta por Mallory, de un rendezvous con el Alabama, vapor de guerra confederado, era improbable. El plan era tan inusitadamente audaz como poco realista. Pero así era de temerario Tomas E. Hogg y desesperada estaba la Confederación.
Y empezó a preparar su gran jugada. Primero llegó a La Habana, ya con título de mayor del Ejército y un puñado de soldados. Pero como era muy hablador (algunos textos dicen que era “jactancioso”), se le escuchó hablar de su gran plan. La noticia llegó al cónsul Thomas Savage, quien pasó la voz a Panamá, donde se encontraba un vapor del South Pacific Squadron, la flota naval norteamericana al mando del contralmirante George F. Pearson, que cubría desde nuestra bahía a toda la costa sudamericana. Pero no era prudente apresarlo aquí, ya que la causa confederada era muy popular, según afirmaba el presidente del Estado Soberano de Panamá, José Leonardo Calancha (1864-1865), quien le advirtió al contralmirante, de que, si lo aprendía, ambos enfrentarían serios problemas. Dudo mucho que entre los panameños existiese simpatía alguna por la Confederación, dada su pésima experiencia con los norteamericanos del sur o del norte durante los años del Gold Rush y aún mucho después, donde su arrogancia y violencia dio origen a choques violentos y a menudo sangrientos. No gustaban para nada. Calancha se referiría, como sería más lógico, a los no pocos norteamericanos que se encontraban de paso o que residían en Panamá, muchos de ellos incontrolables camorristas, donde no faltarían simpatizantes de la Confederación, un tema que convendría investigar.
Y así Hogg, que desconocía la situación, el 10/XI/1864 abordó El Salvador con sus compañeros, seguro de que lo capturaría y con él en sus manos, se apoderaría de los barcos fletados de oro que navegaban incautos por las aguas del Pacífico.
El Pacific Squadron captura a Hogg y queda preso en Alcatraz
De esa manera, el contralmirante les dejó salir vestidos de civil, tal como habían llegado, pero sin perderles de vista, habiendo advertido al capitán, a la tripulación y a los pasajeros de El Salvador de quiénes más iban allí. Una vez en aguas internacionales, se les arrimó el Lancaster, del Pacific Squadron, y fueron arrestados. Si se les consideraba espías podrían ser condenados a muerte en la horca. Para tratar de impedirlo, Hogg mostró la carta patente que le entregó Mallory y los uniformes de guerra confederados, que llevaban ocultos en un baúl. Pero fue inútil. Se les condujo a San Francisco, donde una comisión militar les juzgó “por violar las reglas de la guerra” y condenó a la horca, aunque más tarde el general Irvin McDowell les conmutó la pena. Condenó a Hogg a prisión de por vida, y a diez años a los demás, todos en el presidio de Alcatraz, en la bahía de San Francisco. Poco después fueron trasladados a la prisión de San Quentin, también en la Bahía de San Francisco, 8.6 millas al norte.
Se les condujo a San Francisco y no a Panamá, para desde allí remitirlos al este de los Estados Unidos, donde se encontraban todos los campos con prisioneros confederados, a fin de evitar, como advertía Calancha, que se produjera un estallido popular entre los americanos residentes. De esa manera, quedaron presos en Alcatraz y luego en San Quentin hasta que fueron liberados un año y meses después de que terminara la guerra. Fueron los únicos prisioneros de la Confederación confinados en estas prisiones.
Hogg regresa a Panamá y busca una ruta para el Canal
Aquí hay una pausa en la documentación, hasta que Hogg, sin duda abatido por la derrota de la Confederación y sin esperanzas de encontrar un destino prometedor en su terruño baltimoreano, una vez deja la prisión de San Quentin encuentra más atractivo dirigirse a Panamá, el país que le había inspirado su gran sueño heroico de salvar a la Confederación con un puñado de valientes. Y como inveterado aventurero que era, se dedicó a explorar una ruta posible para el futuro Canal en Darién, el gran tema del momento. Pero su propuesta y los mapas que presentó fueron fríamente desdeñados, ya que, para esas mismas fechas el presidente Grant había ordenado expediciones para realizar estudios topográficos en América Central y fue enviado a Panamá a principios de 1870 la expedición norteamericana al mando de Thomas O. Selfridge Jr. para buscar una ruta para el canal en Darién, con numeroso personal y modernísimo instrumental técnico, como equipos topográficos, telégrafos, barómetros y además dos fotógrafos que se hicieron célebres durante la Guerra Civil. Hogg debió abandonar Panamá desengañado y su hija Mary probablemente se iría a Francia con su marido.
Una historia por escribir
Lo sorprendente es que un personaje con la historia de Hogg haya merecido tan poca atención en la historiografía norteamericana, que ha dedicado tantos libros a la Guerra Civil. Un libro solitario y ya muy viejo, publicado por la Universidad de Yale, menciona a un homónimo suyo, como si fuera nuestro personaje, pero este otro Thomas Hogg murió en la Guerra Civil. Y no hay mucho más. Si se rastrea Internet, solo encontramos menciones cortas con enfoque muy localista. Se alude solo de paso a Panamá y se tratan muy brevemente los episodios de El Gerrity y de El Salvador. También se menciona cierto proyecto de Hogg, durante la década de 1880, de un ferrocarril transcontinental desde Oregón, que finalmente fracasó, pero ya esto se aleja de la Guerra Civil y del vínculo de Hogg con Panamá, que es lo que me interesa conocer.
Cuando llegué a Baltimore como profesor a mediados de 1990, recién habíamos salido de la dramática y sangrienta experiencia del Just Cause, de manera que cuanto College de Maryland me invitaba a hablar, me pedía no otra cosa que expusiera sobre el tema. Me sometí hasta el cansancio y dicté unas doce charlas, que acabé fundiéndolas bajo el título de, y que se me perdone, “The aftermath of Just Cause”, que empezaban con la misma frase y repetían casi lo mismo. Y es que no les interesaba otra cosa. Pero ya al final de mi estadía, la presidenta del College donde enseñaba, me invitó a que le hablara sobre lo mismo a los trustees, esos señores opulentos que controlaban la plata del plantel, lo que aproveché para desquitarme y les di una charla sobre Hogg. Como eran baltimoreans como Hogg, quedaron encantados y me obsequiaron una colección de videos sobre la guerra, que ya tenía, y ofrecieron organizarme un recorrido por los battle fields, que para entonces ya había hecho.
Durante mi larga estadía, en efecto, había visitado con mi esposa numerosos battle fields de la Guerra Civil, desde el de Manassas, donde se produjo el primer combate, hasta el último, en Five Forks, ambos en Virginia, pasando por el de Harper’s Ferry también en Virginia y el de Gettysburg en Pensilvania y varios más. Pero lo más importante es que durante ese tiempo acumulé abundante material sobre Hogg mientras investigaba en los archivos de Baltimore y Washington. Con este rico material espero escribir una monografía como la que se merece, una vez pueda recuperarlo en el Museo del Canal Interoceánico de Panamá, donde lo dejé durante la administración anterior en condición de comodato para que su personal o cualquier interesado pudieran consultar. Allí dejé también, en la misma condición, muchos documentos fotocopiados del Foreing Office londinense, el Archivo General de Indias y otros archivos, y una parte de mi biblioteca. Hay mucho allí que estoy echando de menos.
Por no tener a mano tan valioso material, redacté este artículo confiando en mi mala memoria y apuntalándome con lo poco que encontraba en Internet. En cuanto al linaje de los Sucre, recibí la invaluable ayuda de mi buen amigo Oscar Vargas Velarde. Lo hice movido por una fuerte pulsión, como si no pudiera esperar más. Confío por ello que el lector lo acepte como mero anticipo y espere paciente a que un día no lejano pueda cumplir mi promesa.


