El ya desaparecido historiador J. A. Susto escribió, refiriéndose a la presencia española, “aquella raza emprendedora no fundó nada en materia de cultura en nuestro país”. ¿Es esto cierto? Abundantes aportaciones de la historiografía reciente lo desmienten sin sombra de duda. ¿Pero realmente existió un ambiente cultural en Panamá? ¿Se leía? ¿Existían oportunidades para las representaciones teatrales? ¿Se escribían libros u opúsculos? En el artículo anterior me referí al teatro.
En este daré cuenta, aunque brevemente, de las bibliotecas de que se tiene noticia y de los libros que se leían. El siguiente tratará de las obras conocidas que fueron escritas en Panamá durante el periodo colonial. Pese a lo breve de este recorrido al lector le sorprenderá la increíble riqueza cultural que disfrutaron nuestros antepasados, siendo que era tan escasa la población del país y tan enormes las limitaciones materiales de la época.
Libros indispensables
Empezaré por señalar lo obvio. Aunque la ciudad de Panamá tenía poca población (nunca rebasó los 10,000 habitantes), era una plaza militar, comercial, religiosa y administrativa muy importante. Contaba con ocho órdenes religiosas, un cabildo catedralicio, uno o más ingenieros militares de planta, una Real Audiencia, presidentes y gobernadores con títulos nobiliarios o altos cargos militares, varios médicos y cirujanos, de ocho a doce abogados y profesionistas de varios gremios artesanales. Solo el gremio de plateros tenía siete talleres.
Como era natural, los libros no podían faltar en las viviendas de los altos y medianos funcionarios, en los conventos de religiosos, en las casas de los clérigos, sobre todo aquellos que habían hecho estudios superiores en derecho canónigo, moral y teología. En los conventos no serían raras las hagiografías y libros con historias edificantes.
Entre los militares de carrera tampoco podían faltar obras básicas como los manuales para artilleros Tratado de arte militar, de Vegecio, o Discurso de Cristóbal, de Lechuga, de 1611, o textos básicos para la construcción de fortificaciones, como Fortificación, también de Lechuga, de 1603, o Teórica y Práctica de Fortificación de Cristóbal de Rojas, de 1598, para solo citar obras tempranas. Consta que en 1586 llegaron para la venta a Panamá ejemplares de Vitruvio y Alberti y de Vignola en 1594, indispensables para alarifes, jumétricos e ingenieros militares. Incluso los plateros, los sastres, los alarifes o los carpinteros de lo blanco debían tener manuales de modelos y necesitarían los llamados “libros de exámenes, sin los cuales difícilmente los maestros podían entrenar a los aprendices y oficiales que acudían a formarse en sus talleres, ni éstos podían ser aprobados por el veedor del gremio. Para no mencionar que un aficionado a las letras no podía privarse de las obras de autores de moda como Quevedo, Calderón, Tirso de Molina, Lope de Vega o Cervantes.
El comercio de libros en América
El sostenido interés por la lectura, tanto de los clásicos como de la literatura contemporánea se evidencia en el temprano comercio regular de libros entre España y América. En el lapso comprendido entre 1585 y 1605, en los embarques descargados en Nombre de Dios o Portobelo, se encuentran obras de Aristóteles, Horacio, Ovidio, Lucano, Boyardo, Ariosto, Tasso y otros, al igual que obras de Jorge Manrique, Fray Luis de León, Antonio de Guevara, Lope de Vega, Cervantes, Vargas Machuca, Cieza de León, amén de tragicomedias como La Celestina, o populares novelas picarescas como El Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache. En 1601 Martín Sánchez de Solís lleva consigo a Portobelo 81 cajas de libros entre los cuales se registraron 94 ejemplares de La Dragontea de Lope de Vega, famosa obra épica cuya trama se desarrolla mayormente entre Portobelo y Nombre de Dios durante el ataque de Francis Drake, hasta que es muerto y derrotado. Gracias a contactos en el Consejo de Indias, Lope tuvo franco acceso a los archivos relacionados con estos hechos, de modo que para su obra pudo documentarse ampliamente.
El 16/I/1605 salió de la imprenta el Quijote, y el 25/II/1605, cuando apenas habían transcurrido cinco o seis semanas, Pedro González Refollo, pedía permiso a la Inquisición para embarcar cuatro cajas de libros, una de las cuales llevaba “cinco Don Quixote de la Mancha”, destinados a Portobelo. Las cajas viajaron en la flota de galeones del general Francisco del Corral y Toledo, y llegan a Portobelo el 19 de agosto siguiente. De allí serían transportadas a lomo de mulas por el Camino Real hasta la capital.
La misma flota transportaba 61 cajas con 100 ejemplares del Quijote para Cartagena. Otros 72 ejemplares, en 45 cajas, cruzaron el Istmo y, ya en Panamá, tomaron rumbo a Lima. En la flota que iba ese año para Veracruz, en Nueva España, se llevaban otros 300 ejemplares, pero llegaron meses más tarde, y muchos se perdieron en naufragios, de modo que sería Panamá uno de los primeros lugares de América donde se leyó el Quijote.

Un libro de ajedrez
Algunos autores llevaban sus propios libros para vender, como el clérigo, humanista y mundialmente conocido ajedrecista, Ruy López de Segura, confesor y consejero del rey Felipe II y autor de Libro de la invención liberal y arte del juego del ajedrez, impreso en Alcalá en 1561, que se convierte en el libro de ajedrez más famoso de su época. Llegó con sus cajones de libros a Panamá en 1572 y luego pasó a Lima, donde murió hacia 1585. Según las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma el libro aún era consultado en Perú en el siglo XIX.
El ajedrez era un juego de élites conocido en España desde que lo introdujeron los árabes desde el siglo VIII, y en la biblioteca de El Escorial reposa el hermoso manuscrito en pergamino fechado en 1287 que por encargo de Alfonso X el Sabio se hizo sobre el ajedrez y otros juegos de mesa, que todavía hoy permanece inaccesible al público. Quien sí debió tenerlo en sus manos, ya que era suya la biblioteca, fue Felipe II, gran apasionado del ajedrez. Se sabe que su confesor y consejero Ruy López le enseñó destrezas en el juego, como estrategias de apertura, defensa y ataque. El libro de López se reeditó en varios idiomas europeos y se vendería en Panamá donde la élite (y el clero) tuvo una nueva fuente de entretenimiento.
Libros para consumo eclesiástico
Muchos libros tenían interés práctico, ya que eran instrumento de trabajo cotidiano para los profesionales y no podían faltar en su biblioteca. Este era el caso de los predicadores. Después del Concilio de Trento, Roma reconoció que era menos arriesgado explicar la Biblia o los sacramentos, que dejar a la gente interpretarlo a su manera, en contraste con la posición protestante basada en la demasiado arriesgada “libre interpretación de la Escritura” y en “la justificación por la fe”. Esto dio por resultado la publicación de una gran cantidad de títulos de retórica eclesiástica donde se enseñaban las nociones de preceptiva y oratoria para que el mensaje evangélico llegara con eficacia al público. Era un material esencial para la persuasión religiosa, y en América pronto surgieron oradores profesionales que se ganaban la vida predicando La Palabra de púlpito en púlpito.
En Panamá fueron famosos los dominicos, conocidos por su persuasiva oratoria. El dominico inglés Thomas Gage nos visitó en 1637 y escribió un conocido libro donde relata sus viajes por América. Otro famoso predicador fue Rodrigo de Herrera, capellán de las monjas de la Concepción. Fray Adrián de Ufeldre, reconocido teólogo, convenció con su hábil prédica a guaymíes y cunas para que aceptaran la fe cristiana. En Panamá había en 1653 dos maestros predicadores y un predicador general, fray Gerónimo de Quijada, fray Adrián de Ufeldre y Francisco Márquez.
Los franciscanos y los jesuitas también contaron con celebrados predicadores. El canónigo de la catedral, Requejo Salcedo, admiraba a un padre predicador de nombre fray Juan de Fonseca, custodio y guardián del convento de San Francisco, que además tenía inquietudes científicas. El padre jesuita Pedro de Mercado habla de un predicador de su Orden, tan elocuente y persuasivo, que, a la salida de las misas, luego de escuchar sus sermones, los vecinos gemían de arrepentimiento envueltos en un manto de lágrimas, y las mujeres pecadoras se le arrodillaban renunciando para siempre al “asqueroso cieno de la lujuria”. En 1711, con ocasión de un episodio de supuesta brujería y de inquietantes proporciones entre indígenas recién conversos en el área de Soná, el obispo Juan de Argüelles se hizo acompañar del teólogo jesuita Juan de Oviedo, cuya prédica fue fulminante y la crisis religiosa se aplacó. Argüelles también habla con profunda admiración de otro gran predicador, nativo de Panamá, el Dr. D. Juan de Soberanis y Guevara. Y seguramente había otros más.
Bibliotecas de médicos y abogados
Para los abogados, los fiscales y los oidores, algunos tratados eran simplemente básicos. En América era indispensable para un juez o un abogado, tener a mano comentaristas de Derecho Indiano como Juan de Solórzano y Pereira, autor de la Política Indiana. No podían prescindir de obras de canonistas y compiladores, o de tratados de derecho civil y canónico, o de las Copulatas y Cedularios, como el de Encinas, o de la Recopilación de las leyes de estos Reinos, de 1597. En 1682 se comunicaba al presidente Pedro de Ponte Franca, que se enviaban a Panamá 50 ejemplares de la recién impresa Recopilación.
Para Panamá se han conservado varios inventarios de bibliotecas pertenecientes a miembros de la Real Audiencia, que incluyen una treintena de libros. Un ejemplo es la biblioteca que encarga el fiscal Diego de Villanueva Zapata y la recibe en Panamá el año 1584. Tenía 26 títulos, la mayoría de derecho civil y canónico.
El mismo año 1584, el doctor Melchor de Amusco, recibía en Nombre de Dios 76 títulos de libros. Amusco era el protomédico del Istmo, la máxima autoridad del gremio médico. Pero también era hombre de negocios. Tenía almacenes y un barco en el Chagres, y permaneció en Panamá hasta 1618, cuando emigró a Lima, donde también sería protomédico y se hizo famoso por su Discurso del sarampión, que publicó a raíz de una peste.
El listado de los libros que recibió Amusco era increíblemente variado. Desde libros de cocina, y de historia a autores clásicos como Virgilio, Marco Aurelio, o Lucio Apuleyo. La lista incluía libros filosóficos como los de Aristóteles; libros sobre viajes y naufragios; libros de tema religioso, como la Biblia, la Inquisición, de sermones, o sobre la confesión y un ejemplar de La Araucana, de Alonso de Ercilla. Como era de esperarse, la mayoría era libros de tema médico, como los de Galeno, de Hipócrates y del médico persa Avicena, o de temas como los simples, o sobre enfermedades como el tabardillo y la sífilis, o libros de farmacopea. Llama la atención la variedad temática de la lista, lo que revela su formación humanística y, si eran para la venta, como parece probable, la variedad de intereses intelectuales de su clientela local.
Dado que Panamá era una encrucijada comercial existían más facilidades para adquirir libros que en otras colonias americanas. En 1643, por ejemplo, 16 cajones con más de cien libros fueron entregados a Gabriel Lasso. En 1611, llegaron las obras del historiador eclesiástico César Baronio, a la sazón prohibidas por Felipe III. En la década de 1620 el fiscal Juan de Alvarado Bracamonte compró en almoneda la biblioteca que había dejado el difunto Bernardino de Morales. Cuando falleció el oidor Juan de la Oliva los vecinos se abalanzaron literalmente para comprar su biblioteca, también rematada en almoneda. La biblioteca del presidente Juan Pérez de Guzmán sumaba 300 libros, que se perdieron al incendiarse la ciudad durante el ataque de Morgan a Panamá. En 1716, cuando se embargaron los bienes del contrabandista Simón Ruiz Díaz, se le encontraron “once libritos de Palafox” (o Juan de Palafox y Mendoza, virrey de Perú y prolífico autor defensor del indio), seguramente para vender entre los vecinos.
Lo anterior sugiere que había avidez por adquirir libros, aunque estos no eran baratos. El poeta Mateo de Ribera afirma que el difunto presidente Enrique Enríquez poseía una “gran cantidad de libros, en diversos idiomas”. Los mantenía “en lugar oculto”. Pero al morir debieron entregarse al depositario general de la Audiencia y poco después serían vendidos en almoneda, quedando en manos de los vecinos.
Mejor documentada es la biblioteca del oidor Francisco Joseph de Zúñiga, que le fue embargada en 1711, luego de haber sido miembro de la Audiencia de Panamá durante 15 años. A juzgar por su contenido, sería la biblioteca privada más extensa conocida. Suman más de cien títulos y de algunos hay más de un ejemplar. En esta biblioteca destacan algunos clásicos, como Demóstenes, Horacio, Julio César y Ovidio. La gran mayoría constituyen obras de Derecho; a distancia siguen las obras de historia; sorprende en cambio que no se encuentre ninguna de las grandes plumas del Siglo de Oro. Como era típico en las bibliotecas de los juristas, la mayor parte de las obras está en castellano, pero algunas están escritas en latín e incluso en lenguas romances, sobre todo portugués. Contemporáneo de Zúñiga es el obispo Juan Joseph de Llamas, quien deja al morir en 1719, 43 libros, y así pueden citarse muchos otros ejemplos.
La biblioteca más grande
La biblioteca más grande de que se tiene noticia es la de Juan Pérez de Guzmán, gobernador, presidente y capitán general de Panamá. Fue un hombre con mala estrella. Durante su mandato se reconquistó la isla Santa Catalina, hoy Providencia. Al recibirse en Panamá las noticias del triunfo se celebraron con grandes festejos. Se hicieron repicar las campanas, las monjas cantaron en las calles el himno litúrgico Te Deum, y la Virgen de la Concepción fue paseada en procesión en agradecimiento por el primer triunfo español en las Indias después de la pérdida de Jamaica y de muchos años de sucesivas derrotas y humillaciones. Pero esta exitosa iniciativa solo le atrajo al presidente envidias, celos y antipatías.
Poco después llegaba la flota de galeones para la celebración de la feria, al mando del general de la Armada, príncipe de Montesarchio, quien traía la misión de rescatar Santa Catalina. No perdonó a Pérez de Guzmán que se le hubiese adelantado. En la misma flota llegaba el nuevo virrey de Perú, conde de Lemos, que se dedicó a extorsionar a los comerciantes y amasó la enorme suma de 459,000 pesos. Pérez de Guzmán quiso seguirle causa por esto, y el virrey y el príncipe unieron fuerzas para encausarlo a él y lo enviaron preso a Lima donde quedó encerrado dos años en un calabozo. En el viaje padecieron vendavales y un rayo cayó sobre el galeón de la Armadilla donde iba Pérez, matando a un indio y lastimando a otras personas. Ya cerca de su destino, la tripulación se amotinó por la falta de agua, y Pérez de Guzmán, que trató de apaciguarla, recibió “dos heridas peligrosas”. Así de mala era su suerte.
También Pérez tenía en Panamá serios problemas con dos oidores de la Audiencia y altos funcionarios de Real Hacienda, quienes, según un libelo anónimo pegado en uno de los pilares de la Plaza Mayor se afirmaba que tres veces habían tratado de envenenarlo.
La Corona descubrió la injusticia cometida por el virrey y repuso a Pérez en el cargo. Al virrey lo regañó por lo que hizo, pero lo dejó en el puesto y no le tocó el bolsillo. Pérez fue recibido a su regreso con grandes festejos desde que desembarcó en El Coco, cerca de Panamá la Vieja. Pero su alegría duró poco. En 1671 a pocos meses de su egreso, Morgan invade Panamá. La defensa fue un fracaso y la ciudad quedó totalmente destruida. Como era inevitable toda la culpa cayó sobre el gobernador, y se le exigieron explicaciones en el inevitable Juicio de Residencia. Cuando le tocó declarar, refiriéndose a todo lo que había perdido en su vivienda, lo que más lamentó fue la pérdida de su querida biblioteca de más de 500 libros. Era un hombre con inquietudes intelectuales. Allí había de todo, pero no se hizo inventario y se desconoce lo que contenía. De todas las bibliotecas documentadas para el siglo XVII en Panamá, es la más extensa. Cuando los piratas descubrieron que su casa no se había incendiado, robaron o destruyeron todo lo que encontraron, camas, espejos, arquimesas, escritorios, bargueños y valiosas pinturas. No se sabe si tocaron su biblioteca y qué suerte corrieron sus libros.
La biblioteca de la Universidad de San Francisco Javier
La biblioteca más notable fue tal vez la de la Universidad de San Francisco Javier. Fundada en 1749 formó a los jóvenes de la élite hasta la expulsión de los jesuitas en 1767. Al inventariarse su biblioteca se encontraron 2,457 libros y 118 manuscritos con los temas más diversos. Además de los religiosos, como semaneros, vidas de mártires, la Biblia, o el Kempis, tenía libros de filosofía y teología, geometría, matemáticas, tratados de cirugía, ciencias jurídicas, gramática inglesa, historia (económica, antigua, de Flandes, de Japón y mundial), y obras de clásicos como Séneca, Virgilio y Horacio, etc., y no pocos en latín. Era una buena biblioteca para la época. Una vez expulsada la Compañía, la biblioteca fue tal vez subastada, quedando en manos de los vecinos pudientes.


