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Ortografía y ortotipografía inhabituales

Desautomatizar, modificar lo habitual y predecible, es recurso valioso de la literatura. Rafael Alberti, poeta español, escribió “por una lengua de lebrel limados”. Puso “limados”, donde se esperaría “lamidos” y rompió el sistema formado por “lamido por una lengua”.

Los literatos usan el recurso inclusive en la ortografía (conjunto de reglas para escribir) y la ortotipografía (conjunto de reglas para el uso correcto de la tipografía). Evitan signos de admiración o interrogación (como Elsie Alvarado de Ricord en Pasajeros en Tránsito); ponen minúsculas donde se exigen mayúsculas (lo ejemplifica Rogelio Sinán con el título El sueño de serafín del carmen); inundan sus textos de piruetas tipográficas (así el poeta estadounidense e.e. cummings —en minúsculas—, que pintaba signos tipográficos en medio de frases y aún dentro de palabras, al igual que algunos Vanguardistas o hasta nuestra María Olimpia de Obaldía con su cruciforme Oración de la madre); hacen y deshacen tipografía y palabras (según Cabrera Infante en Exorcismos de estilo); otros dejan espacios en vez de comas (tal Consuelo Tomás en El cuarto Edén); hay quienes siembran dos puntos a través de toda una obra (como Juan Goytisolo en Makbara); algunos desdeñan la ortografía oficial (lo hizo Raymond Queneau desde la frase inicial —“Donkipudonktan?”— de Zazie dans le métro, novela que propulsó cierta moda de escribir y hablar en francés, y fue rasgo del dramaturgo casi panameño René de Obaldía, entre otros) o, al igual que el idiosincrático Juan Ramón Jiménez, sustituyen letras: éste cambiaba la j por la letra g delante de e o i. En homenaje de un poeta esteticista a otro, el mayor de nuestro país, Ricardo J. Bermúdez, en vez del canónico vergeles, prefirió “flotando en los verjeles” en Cuando la isla era doncella. Estos autores practican la heterografía (escritura que se aparta de las normas a sabiendas).

Consta, entonces, que los escritores se interesan por la ortotipografía y la ortografía, y las usan con fines específicos. Rubén Darío escribió acerca de la ortografía y optó siempre por harmonía con h. Domingo Faustino Sarmiento, argentino, junto con Andrés Bello, defendió una ortografía americana —era simplificada para beneficio de las mayorías analfabetas—, con suceso en Chile, aunque allá volvieron a la de la Real Academia en 1927. García Márquez vociferó contra las reglas ortográficas, si bien las aceptaba, pero en el título de Cien años de soledad, su novela millonaria, la edición original se imprimía con una E tipográfica e intencionalmente invertida en la portada.

Se podría creer que la ortografía estandarizada existe desde la invención de la escritura. No hay nada más alejado de la realidad. La lectoescritura ha sido durante épocas patrimonio de grupos reducidos y, la escritura, peculiar. Asimismo la lectura por siglos se hizo en voz alta —San Agustín (siglo IV) en sus Confesiones manifestó asombrado que San Ambrosio leía sin pronunciar en voz alta— parcialmente por vencer el obstáculo de la ortografía personal de cada escribiente. La democratización de la lectoescritura no resultó pareja ni constante entre los distintos pueblos ni en los subgrupos de cada comunidad. Tampoco lo fue la ortografía.

Por la afortunadamente extendida estandarización de la escritura hoy esperamos uniformidad y —con peso desigual en diferentes comunidades— perseguimos las faltas de ortografía. Estas son representaciones gráficas de la pronunciación de quien escribe. Se denominan cacografías porque se consideran errores. Pero atesoran cierta importancia en los manuscritos de épocas pasadas: documentan cómo se hablaba en su momento. La escritura o tipografía de los que hoy infringen deliberadamente las normas comunica mensajes especiales.


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