Ahora resulta que siempre estuvo allí. Recuerdo ahora, recién enterado de su muerte, cómo sus libros recorrieron kilómetros en metro, acompañándome de aquí para allá a principios de los 2000, especialmente A salto de mata, cuyo subtítulo, Crónica de un fracaso precoz, refiere inmediatamente a Julio Ramón Ribeyro y su monumental y aleccionador La tentación del fracaso. Por aquel entonces empecé, como Paul Auster y mi perseguidor, Enrique Vila-Matas, a cazar coincidencias: aprendí la música del azar.
No recuerdo cuál fue el primer libro suyo que leí, ni qué me llevó hasta él, me parece que fue La música del azar, que al abrirlo ahora me recuerda que tiene una interesante conexión con el personaje de Enrique Vila-Matas, Federico Mayol, protagonista de El viaje vertical. Jim Nash (protagonista de La música del azar) es abandonado por su mujer, y a Mayol la suya le pide que se vaya de casa al día siguiente de celebrar las bodas de oro. Ambos emprenden un viaje, ambos se ven llevados por el azar a territorios que hacen que sus historias muden a extraños escenarios. Abro la novela de Vila-Matas y leo, en la página 116, “Dependemos siempre de la casualidad, del azar dependemos”. Y eso es esencialmente la literatura: cazar y enlazar una casualidad tras otra, más allá de toda la voluntad que le pongamos a la escritura.
A salto de mata no es solo una suerte de autobiografía de Paul Auster, es también el despliegue de toda esa música azarosa que lo llevó hasta convertirse en escritor, es una búsqueda desde dentro del hecho incuestionable de que no dependemos de nosotros solos, aunque solo nosotros somos responsables de lo que nos pasa y de cómo eso influye en los caminos y circunstancias de otros. En este volumen podemos leer al joven Auster en una novelita policiaca, Jugada de presión, que le sirvió de fogueo a su brazo de escritor (el siempre presente béisbol). La intencionalidad se descubre aquí, y el trabajo y las ganas y las lecturas: en esos viajes en metro por Madrid, quizás ese era el pozo que iba dejando su lectura.

Y Panamá es mencionada en una de las novelas del escritor estadounidense. En su celebrada El Palacio de la Luna, en la página 196, se nos dice del artista, Thomas Effing, que “En septiembre de 1920 embarcó en el Descartes y partió hacia Francia vía Canal de Panamá”: la fugaz aparición de mi país solo como escenario, por enésima vez, sin ser protagonista, como en otras tantas novelas. Subrayé la cita, me tragué la rabia literaria y aprendí que la relevancia del escenario la dan los escritores, los de la propia tierra, que esperar a que nos escriban es condenarnos a pasar desapercibidos.
Pero de todas sus novelas, para mí, la más especial es El libro de las ilusiones, que nos cuenta cómo una tragedia y el luto que conlleva son derrotados por una escena de cine mudo, y cómo la vida se puede mantener a flote si hay una pasión que la vertebre. Experimenté ese milagro de David Zimmer en carne propia (con sus distancias y sus salvedades), pero comprobé cómo es cierto que el milagro del arte puede salvarnos de muchas oscuridades.
Ha muerto un escritor inteligente, apasionado por el oficio, que nos ha dejado un puñado de grandes novelas que resistirán el paso del tiempo. A pesar de las rudas tristezas de sus últimos años, sacó adelante su última novela, Baumgartner, una novela sobre la memoria, sobre cómo te rescata, sobre cómo sobrevivir a una ausencia. Paul Auster en estado puro, caminando sobre las aguas del dolor para reencontrarse con lo mejor de su oficio y dejarnos para siempre una historia que nos acompañará con delicada rudeza.
El maestro se despidió con una novela redonda, hondamente conmovedora y feliz por la belleza, y me doy cuenta de que siempre estuvo allí, ahora lo veo claro, de que “las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional”, decía en El palacio de la Luna, y de que siempre fue la música del azar sonando, sin tregua, en el país de las últimas cosas.


