En la tarde del lunes, 1 de julio, en su discurso de toma de posesión, el nuevo presidente de Panamá, el chiricano José Raúl Mulino, culminó mencionando el proyecto del ferrocarril de Chiriquí a Panamá como el más significativo de su gobierno y de Panamá a inicios del siglo XXI. Esto me trajo a la mente pasajes sobre el vital papel que tuvo el Ferrocarril Nacional de Chiriquí en la primera mitad del siglo pasado.
Mientras que el escudo nacional muestra el pico, la pala y el Canal, el escudo de la provincia de Chiriquí, creado por René Brenes Candanedo, presenta el ferrocarril, una res, una espiga, una mazorca y una mata de caña de azúcar.
Este ferrocarril conectaba el puerto de Pedregal, por siglos la puerta de entrada marítima a la provincia, con David, la cabecera provincial, y con Boquete, el epicentro de la caficultura, para terminar en Puerto Armuelles, sobre el golfo de Chiriquí. Desde su muelle se apreciaba el hermoso golfo de Chiriquí y, hacia el poniente, Punta Burica, el límite con Costa Rica y Centroamérica. Desde este muelle se exportaron millones de racimos de bananos hacia los mercados exteriores. Este banano, cultivado en los fértiles suelos del otrora selvático distrito de Barú, pronto alcanzó fama internacional por su calidad y sabor.
A lo largo de estos rieles surgieron los pueblos de La Línea, la zona civil, con sus potreros para ganado de leche y carne, y sus pastos que uno aprendía a identificar: faragua, cebollana e indiana. Muchos de estos pueblos llevaban nombres de santos: San Pablo, La Concepción, Santo Domingo, Santa Marta y San Andrés. Pueblos a la vera de ríos y quebradas. De niño me fascinaba viajar en el tren, que los chiricanos llamaban “el motor”, y aprender los nombres de las quebradas y ríos cuyas saltarinas aguas nacían en las faldas del volcán Barú, el punto más alto del país: Jacú, Sioguí, Gariché, Divalá, Bágala, Chirigagua, Guígala, Escárrea y Chiriquí Viejo, entre otros.
Era una región plena de fincas con sus corrales y galeras de ordeño, sus galanos caballos con sillas de montar tipo chiricano y, guindando por ambos lados del asiento, los “tientos”, a los cuales se amarraban las manilas y sogas de cuero tejidas para enlazar el ganado. Estos flecos de cuero también servían para sujetar las alforjas y sacos para llevar cargas y encargos, como también el indispensable tapasillas. Tierra de vaqueros con sus sombreros confeccionados de la fibra de la pita por los guaimíes o ngäbes de la Serranía del Tabasará. Vaqueros, gente de a caballo, con su particular forma de vestir y hablar.
Tras cruzar los pueblos de La Línea, se entraba a la zona bananera donde el paisaje cambiaba. Desaparecían los potreros y las fincas dispersas y aparecían los cuadrantes. Gran campo abierto, alrededor del cual estaban las viviendas de los trabajadores, las casas de los mandadores, las empacadoras y El Comisariato, el gran centro social de cada finca bananera. Allí se daban cita las mujeres durante el día para comprar los artículos para cocinar, y los hombres lo visitaban por las tardes para tomar unas cervezas o comprar machetes, limas y unos pares de botas de caucho.
Estas fincas bananeras de la Chiriqui Land Company usualmente llevaban los nombres de árboles de las selvas que solían cubrir el occidente chiricano: Berbá, Blanco, Bongo, Bogamaní, Ceiba, Cigua, Corozo, Espavé, Guayabo, Higuerón, Malagueto y Zapatero. En cambio, en Las Huacas se encontraron extensos huacales o tumbas indígenas, plenas de objetos de oro.
En mi infancia y adolescencia, en la finca de mis abuelos maternos a la vera del río Chiriquí Viejo, no había carreteras, ni electricidad, ni acueductos. Para ir o venir, viajábamos en bote a palanca y canalete, a pie o a caballo hasta la estación más cercana del tren. Era obligatorio memorizar la tabla de mareas del indispensable Almanaque Bristol y el itinerario del ferrocarril. Perder el tren era asunto serio, significaba quedarse varado hasta el siguiente día. Cada caserío tenía su camino que terminaba en la estación de tren más cercana. La gente amarraba sus caballos a la sombra de algún árbol cercano a la estación del tren. Cerca estaban las tiendas y cantinas. Antes de emprender el camino, había que preguntar si los ríos y quebradas permitirían el paso o no.
Para quienes vivíamos en el bajo curso del Chiriquí Viejo, dos estaciones eran claves: la ubicada en los llanos y arenales de La Pita y la de la finca bananera en Las Huacas.
Hoy, los rieles y las estaciones del tren han desaparecido. Ojalá que el viejo sueño de conectar Chiriquí y Panamá con un ferrocarril que iniciará este presidente lo terminen quienes sean electos en el futuro.
El autor es científico, antropólogo y escritor.