La travesía a la cordillera Real, una cadena de montañas ubicadas en el altiplano boliviano, comenzó en una soleada mañana de marzo. En mi mente se juntaban varias preguntas: ¿podré caminar por entre montañas de más de 4 mil metros? ¿y si me ataca el frío? ¿y si me da mal de altura? ¿y si mis piernas no resisten?
La ventaja es que en ese momento del viaje ninguno de los senderistas panameños que estábamos explorando Bolivia había manifestado ser víctima de la altitud. Ya habíamos visitado el salar de Uyuni y el lago Titicaca, aparte de las constantes caminatas por las empinadas calles de La Paz. Todo iba bien.
Eso sí, seguimos al pie de la letra lo que nos recomendaron Ricardo y Oliver, nuestros guías: mucha agua, electrolitos, comer bien y descanso adecuado (cuando se podía).
Mientras el bus que nos transportaba a la montaña dejaba el caos cotidiano de La Paz y El Alto cantamos a todo pulmón algunas de las canciones de nuestros afectos. Obvio, la primera fue Lamento Boliviano, de Enanitos Verdes. “Y yo estoy aquí, borracho y loco. Y mi corazón idiota, siempre brillará, siempre brillará… Y yo te amaré (...)” Siguieron risas, historias del paisaje, cuentos de viajeros.
El vehículo pasó por sinuosos caminos con paisajes diversos. Llamas pastando en el gélido suelo anaranjado, lagunas azules, montañas coronadas por picos cubiertos de nieves perpetuas, cielo azul, verde, frío, sol brillante.
Permiso Pachamama
El carro se detuvo al pie de un cerro ubicado cerca de una laguna. Nevados teñidos de blanco desafiaban el cielo y una cortina de verdes, marrones y naranjas vestía la tierra.
Antes de empezar a caminar, Yoli, la más espiritual del grupo, pidió que le dedicáramos un ritual a la Pachamama con el propósito de que nos diera permiso de entrar en sus territorios. Formamos un pequeño montículo con piedras que cada uno cargó desde el lago Titicaca y luego de unas palabras, asumimos que teníamos vía libre para pasar.
A diferencia de nuestras usuales caminatas en el trópico, aquí no había sendero. Simplemente empezamos a caminar cuesta arriba con rumbo hacia lo desconocido. ¿Paso lento? no estoy muy segura. Siempre consideré que nuestro ritmo fue bastante ligero teniendo en cuenta que estábamos en pendientes de altitud considerable.
Ricardo, el guía boliviano lideraba el grupo, mientras que Oliver, el guía panameño, lo custodiaba en la parte de atrás. Un paso, otro más, otro más, y así nos internamos en las entrañas de la cordillera. El reloj avisó que mi frecuencia cardíaca estaba volando, pero yo lo había notado mucho antes porque estaba agitada. Sentía que me faltaba el aire, pero evitaba pensar en eso. “Es soportable”, me repetía una y otra vez. En cambio me concentraba en las llamas que escalaban con una facilidad asombrosa las cimas de los cerros, o en el vuelo de los pájaros, o en el silbido casi imperceptible de la brisa andina.
Ricardo dijo que un cóndor volaba a lo lejos, pero yo no lo alcancé a ver. Tal vez porque mi vista no es muy buena.
De vez en cuando hacíamos pequeños descansos (muy pequeños para mi gusto) para tomar agua. A veces, el camino nos daba una tregua: una bajada. Allí aprovechamos para llenar los pulmones de aire y darle un chance a nuestras piernas. A pesar de la baja temperatura de la cordillera, la caminata calentó nuestros cuerpos y empezamos a quitarnos ropa. La mayoría nos quedamos con la primera de las tres capas indispensables para las travesías de alta montaña.
La tormenta
De pronto el paisaje empezó a cambiar. El cielo se llenó de nubes y el sol perdió su fuerza. Una niebla densa y gris se apoderaba poco a poco del paisaje. Eso nos obligó a apresurar el paso justamente en la que, según yo, fue la montaña más alta que escalamos ese día. Llegamos a la ¿cima? con la lengua afuera y con el corazón a punto de explotar.
Nosotros, particularmente las mujeres, le decíamos cima a esa elevación que está al final de un cerro o montaña, pero Ricardo, veterano montañista de Los Andes, decía que eso era un “paso de montaña o un abra”. El debate terminó porque un estruendo enorme, que parecía salir de la parte de atrás de los glaciares, nos puso los pelos de punta. Eran truenos.
Empezó a llover. Gotas gruesas y frías nos azotaban la piel. Pero no, no era lluvia. Era granizo. Nos estaba cayendo una tormenta de granizo a más de 4 mil 300 metros de altura y no había absolutamente nada que hacer, salvo caminar.
Miré hacia abajo y sentí vértigo. Vi un precipicio enorme y me dije: ‘un paso en falso y mi cuerpo cae’. Me acordé de El hombre que cae, (The falling man), el título de la emblemática foto que surgió de la tragedia de las torres gemelas de Nueva York (11 de septiembre de 2001). “En la fotografía, él parte de esta tierra como una flecha. Aunque no ha escogido su destino, parece como si en los últimos instantes de su vida se hubiera abrazado a él. Si no estuviese cayendo, bien podría estar volando. Parece relajado, precipitándose por los aires. Parece cómodo en garras del inimaginable movimiento” (...), dice el comienzo de la historia que escribió Tom Junod en la revista Esquire para describir el momento en que una de las miles de víctimas del ataque cae al piso desde lo alto.
Con ese sentimiento encima, grité: “tengo miedo, no puedo caminar”. Aldi se me acercó y me dijo que lo podíamos hacer pasito a pasito. Y así fue. Caminamos a través de las laderas de las montañas, mientras los trozos de hielo nos azotaban. Sentía que herían mi cara aunque estaba protegida con un pasamontañas. Todo estaba blanco. El suelo, el cielo, el aire y hasta nuestra ropa. Nadie pasó frío porque estábamos bien equipados.
Cuando cesó la lluvia, la senda tomó otro rumbo porque ahora íbamos cuesta abajo buscando la ruta hacia el campamento donde dormiríamos. No caminábamos, casi volábamos. Fue muy divertido.
Después de muchos kilómetros paramos a comer en un valle y a reflexionar sobre los episodios del día. Aldi dijo que algo habíamos hecho mal que no le gustó a la Pachamama, ya que nos mandó esa tormenta de granizo en plena cima de la montaña. Yoli le contestó que, al contrario, la Pachamama hizo que pudiéramos continuar sanos, salvos y contar la historia.
El río
Retomamos la travesía. Pero resulta que la lluvia creció el río de la zona y, por tanto, la ruta se dividió en dos. Caminamos por más de una hora buscando un punto para pasar hacia el lado que nos llevaría al campamento, pero no tuvimos suerte. La única manera de cruzar era, o saltando por las partes más estrechas, o simplemente atravesarlo caminando. La mayoría escogió la primera opción. Yoli, Aldi y Meli, saltaron de manera impecable. Lo mismo sucedió con Dimas, Geovannie y Ricardo. Dorian y Oliver lo cruzaron caminando sin que les importara mojarse. Yo, en cambio, cuando salté caí al agua helada. Tampoco fue para tanto, salvo que se mojaron mis botas, las medias, buena parte de la ropa y me golpeé una mano. Tocaba reírse.
Después de caminar algunos kilómetros más llegamos al primer campamento agotados y hambrientos. Nos recibieron con bebidas calientes y comida rica. Las carpas donde dormiríamos estaban al lado de la laguna Alka Kota y muy cerca de un glaciar. En la noche el silencio de la cordillera nos arrulló y logramos descansar. Seguirían más aventuras. Si creímos que la Pachamama nos mandó un desafío el primer día, no me alcanzaría un libro para describir lo que sucedió después. Pero así es la montaña, rebelde, inquieta, extrema, desafiante, pero, cómo nos hace feliz.
