El chile chipotle no tiene una pinta muy bonita que digamos: la tenía cuando era un simple jalapeño, pero tras pasar por el proceso alquímico que lo transforma, será feíllo (a menos que ya esté en adobo), pero le da un sabor glorioso a todo lo que se le añada (menos helado de vainilla, ojo) aunque una vez me comí un chocolate gourmet que tenía un toquecito de jalapeño y no estuvo mal.
Si el jalapeño es sabroso, el chipotle es el non plus ultra. Este jalapeño maduro, ahumado y adobado, recibe su nombre del nahuatl “chilpotle”, que significa chile ahumado. Esta delicia mexicana nace al descubrir los antiguos aztecas que los jalapeños no se secaban muy bien al aire y aprendieron a ahumarlos para poderlos conservar secos.
Si puedes encontrar chipotles secos, cómpralos, que son más versátiles que los que vienen en adobo, la única forma (a mi entender) en que se pueden encontrar en los supermercados.
Durante muchos años, el secreto del chipotle fue guardado como si fuera asunto de Estado, ya eran pocos los lugares que producían suficiente para que fuera posible exportarlo. Pero su creciente popularidad ha cambiado esto, y ahora ya todos lo podemos disfrutar.
Otra tara para su difusión es el complicado método de ahumado que se extiende por 48 horas seguidas a fuego bajo constante.
Para comerlos, por lo general evito los trozos de chipotle y recojo un poco del juguito del adobo, ya que con media cucharadita disuelta en media taza de mayonesa y el jugo de medio limón (optativo), se hace una salsita maravillosa para corvina apanada o hamburguesas.
Una receta tradicionalísima es la de “puntas de filete al chipotle”, donde se cogen las puntitas del filete, se pican y se sofríen con cebollas, pimentones, etc. y un poco de adobo de chipotle.
Otra idea es, al hacer un ceviche de vegetales, en vez de añadir salsa de Tabasco o ají chombo, añadir un chorrito de adobo de chipotle. Esto va muy bien con el saborcito terrenal de los garbanzos, los hongos y el maíz.