Pateando la mesa: De la ilusión a la realidad

Thomas Christiansen pronunció siete veces la palabra ilusión en su última conferencia. Es comprensible: el entrenador sabe que en medio de la tensión, la ilusión es combustible. Pero también sabe —o debería saber— que ya no basta. La ilusión tiene que transformarse en realidad, y esa realidad se mide en goles, victorias y clasificación al Mundial 2026.

Panamá ha disputado ocho partidos de esta eliminatoria y solo en uno —contra Nicaragua, y ya con la clasificación asegurada a esta fase final— se vio al equipo que alguna vez nos hizo creer que era el mejor de Centroamérica y uno de los tres más sólidos de la Concacaf. El resto ha sido una mezcla de frustración, altibajos y una falta de contundencia que amenaza con arruinar un proceso que en sus mejores momentos dio verdadero orgullo.

Porque sí, hay que reconocerlo: bajo Christiansen, Panamá ha tenido pasajes de fútbol de alto nivel, de identidad, de confianza. Están frescos los recuerdos de aquellos días en que le jugábamos de tú a tú a México, a Estados Unidos o a Canadá. Y eso tiene mérito, sobre todo para los que recuerdan lo que éramos hace 25 años, cuando un empate en casa era motivo de celebración. Pero el fútbol, como la vida, no se alimenta solo de recuerdos: se mide en resultados.

La madurez de la que habla Christiansen debe reflejarse ahora en que este equipo no caiga en la ansiedad de desperdiciar lo que ha construido. Madurez no es solo tener experiencia; es saber transformar la presión en claridad. Si este grupo realmente ha crecido, si los líderes han aprendido de los fracasos y los jóvenes han entendido su papel, entonces los próximos 180 minutos deben ser los más lúcidos y valientes de esta era.

Las estadísticas son claras: Panamá promedia cinco remates al arco por partido y apenas convierte el 10%. Es decir, menos de un gol por juego. En cambio, a nosotros nos rematan 2.5 veces y nos convierten el 20%. El fútbol es de goles, y en esa ecuación, no hay margen para seguir fallando. La responsabilidad del arco en cero no es solo de Kuty Mosquera, como tampoco la cuota goleadora es exclusiva de José Fajardo. En una eliminatoria, los equipos que clasifican no son los que menos sufren, sino los que más aprovechan.

Christiansen insiste en que “todo un país” se juega la clasificación, y tiene razón. Porque el Mundial no solo agita el mundo del fútbol: agita el alma nacional. Un país entero late distinto cuando su selección está a las puertas de una Copa del Mundo. Y es en este mes de la patria, precisamente, cuando el equipo tiene la oportunidad de devolver esa alegría que tanto necesitamos.

La era Christiansen podría terminar este mes, de manera abrupta, o prolongar su vida hasta marzo, cuando se disputen las repescas. O quizás, finalmente, llegue hasta el destino que todos imaginamos: junio de 2026. Nadie lo sabe. Pero lo cierto es que el margen de error es mínimo y el compromiso debe ser máximo.

Panamá no está lejos. Pero tampoco puede seguir soñando sin actuar. Estos dos partidos, contra Guatemala y El Salvador, no son solo eliminatorios: son un examen de carácter.

Que cada jugador los encare como los últimos 180 minutos de su vida. Con la ilusión que tenían de niños, pero con la madurez de los profesionales que son hoy. Porque solo así —transformando ilusión en realidad— podremos volver a creer que Panamá merece estar en la Copa del Mundo.


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