Pateando la mesa: Ismael Laguna, el ídolo de los ídolos

En la historia deportiva de Panamá hay nombres que trascienden las estadísticas, los cinturones y los aplausos. Nombres que despiertan orgullo y respeto, incluso entre los más grandes. Ismael Laguna es uno de ellos. El Tigre de Santa Isabel no solo fue campeón del mundo. Fue el punto de partida de toda una generación de soñadores con guantes. El primero en demostrar que desde las calles más humildes de Colón se podía llegar a lo más alto del boxeo mundial.

Laguna nació en junio de 1943, hijo de Generoso y Nadina. Desde pequeño fue peleador, no por deporte, sino por instinto. “Mi desayuno era pelear en la calle”, solía decir, como quien recuerda con gracia el origen de su leyenda. Limpió zapatos, vendió periódicos, fue expulsado de la escuela por golpear a un maestro. Pero cuando su padre, cansado de pagar multas, lo llevó a un gimnasio, todo cambió.

Debutó como profesional a los 18 años, con un nocaut fulminante en la Arena Panamá Al Brown. Y en cuestión de cinco años, el mundo entero conocía su nombre. El 10 de abril de 1965, en un abarrotado Estadio Juan Demóstenes Arosemena, venció a Carlos Ortiz y se convirtió en campeón mundial de peso ligero. Ese combate no fue solo una pelea: fue un evento nacional, una postal del orgullo panameño en un tiempo en que ese estadio era el alma del deporte nacional.

Porque en los años 60, el Juan Demóstenes no era cualquier escenario. Era el único gran coliseo que tenía Panamá. Allí no solo se celebraban partidos de béisbol o fútbol; allí se gestaban sueños. Laguna, con su estilo elegante y su velocidad felina, sembró inspiración. Desde esas gradas lo miraron muchachos como Durán, Pinder, Frazer, el Cieguito Ríos, Marcel… Jóvenes que luego también serían campeones del mundo. Laguna fue más que un campeón: fue el modelo a seguir.

A lo largo de su carrera acumuló 65 victorias, 37 por nocaut, y apenas 9 derrotas. Nunca fue cortado, nunca fue inflado. Su disciplina era inquebrantable. No bebía licor ni café, no fumaba, no trasnochaba. Rechazó un whisky ofrecido por el presidente de Colombia, Alfonso López Michelsen, en plena cena de Estado. Celebraba sus victorias con jugo de naranja. Un campeón diferente. Uno que se tomaba el boxeo con seriedad y dignidad.

Laguna fue también víctima de la injusticia. Su retiro llegó muy pronto, a los 28 años, tras sentirse robado en su segunda pelea ante el escocés Ken Buchanan, ese mismo que luego perdería con el Cholo en el Garden de Nueva York.

“Lo desbaraté, él se fue al hospital y yo a mi casa, pero me quitaron el título”, recordaba con amargura. En realidad, la vida le quitó menos de lo que él entregó. Se fue joven, pero se fue entero. Con la frente en alto, con el respeto del mundo del boxeo, con un legado que ninguna decisión arbitral podría borrar.

En 2001 fue exaltado al Salón de la Fama del Boxeo Mundial, un reconocimiento merecido para un estilista como pocos. Pero su mayor legado está en la forma en que marcó a quienes vinieron después. Fue el primer referente de grandeza para toda una generación. Fue la prueba viviente de que en Panamá sí se podía.

Hoy, aunque el tiempo haya envejecido su cuerpo, su leyenda sigue intacta y por eso hoy lo recordamos.

Ismael Laguna, el Tigre que rugió primero para que luego viniera el eco de todos los demás.


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