Esta es la séptima entrega de mis notas y recuerdos de viaje de Bogotá a Narganá y Panamá en el verano de 1970, recién graduado de la Universidad de los Andes.
Tras bajar el río Magdalena en Calamar, tomé un bus a Cartagena. Luego fui al Fuerte del Pastelillo, sede del Club Yates y Pesca, donde el jefe de celadores me dejaba dormir en un yate sin avisar al dueño, un hombre rico que había comprado una de las islas Múcura.
Me lo presentó Pitirre, capitán de la lancha Doris, quien dio buenas recomendaciones de mi persona. En este yate podía dormir y dejar mi mochila y equipo de buceo con seguridad.
A diario iba a ver si había alguna canoa para San Blas, en Panamá. Al no haber, me preocupaba. Temía quedar varado. Una mañana fui al mercado La Malla y vi llegar la lancha Doris, que venía a cargar hielo para ir a comprar mariscos y pescado a las islas de San Bernardo. Su capitán, “Pitirre”, me estimaba mucho. Lo conocí en 1969 durante mis estudios sobre los pescadores de ese archipiélago y me dejaba viajar gratis. Me dijo que zarparíamos al día siguiente.
El arquitecto de Cartagena
Dejaba en Cartagena muchos amigos y conocidos. Entre ellos, un arquitecto. En 1968 le comenté a mi profesor de Etnología de Colombia, Álvaro Chaves, que haría tesis sobre los pescadores de las islas de San Bernardo. Se alegró y me dijo que en Cartagena vivía su hermano mayor, arquitecto, y que, si algún día requería ayuda, sin pena lo buscara. En un papelito me anotó la dirección, que guardé y olvidé.
Mi préstamo del IFARHU, el Instituto para la Formación y Aprovechamiento de Recursos Humanos en Panamá, era de $125 por mes, pagados trimestralmente ($375 en total). No cubría otros gastos, incluida la tesis. Así que, para pagar casa y comida en el Islote, decidí dedicarme a tiempo parcial a la pesca submarina, destreza aprendida en el río Chiriquí Viejo de mi infancia y adolescencia. Un compañero de estudios en California, Donald Skillman, me envió un arpón submarino, chapaletas, máscara y snorkel, todos Arbalète, la marca del capitán Jacques Cousteau.
Debido a la sinusitis, cuando debía bajar a los arrecifes más hondos sangraba por la nariz, me dolía la frente y las calzas dentales. Como los dolores arreciaban, me acordé del papelito y fui en la lancha Doris a Cartagena. Fui al edificio donde vivía el arquitecto sin atreverme a llamar. Finalmente lo hice y, de forma cálida, me recibió en su fino apartamento, contento de recibir a un alumno de su hermano. Me pidió que le contara sobre las islas. Había escuchado de ellas, mas no las conocía. Le hablé ad extensum de su geografía, clima, los usos y costumbres de su gente negra y de cómo le ganaban terreno al mar construyendo rellenos o calces para sus viviendas.
Durante la conversa me debatía si pedirle un pequeño préstamo; al levantarme para despedirme lo hice. De inmediato me dio un billete nuevo de diez dólares: 180 pesos.
Corrí a comprar los medicamentos, luego a un restaurante chino con comida buena y barata. Medio siglo después le agradezco al arquitecto Chaves su préstamo.
La Doris y el hielo
De Cartagena zarpé en la Doris rumbo al Islote. Iba cargada de hielo para comprar peces y mariscos, así como encargos y mercancía para las tiendas, cerveza y gaseosas. Cuando el hielo llegaba, la gente se animaba. Cuando se agotaba, los hombres se desanimaban, pues para el costeño nada peor que una cerveza “al clima”, como en Bogotá.
Varias veces le dije a Pitirre que, de haber tenido plata, le hubiese comprado la Doris. La llevaría a Panamá, cruzaría el Canal y la llevaría hasta el río Chiriquí Viejo para bucear en el Golfo de Chiriquí.

El buzo que se lo tragó la mar
Ese día Hugo viajaba en la Doris. Era un famoso buzo dominicano. Podía bajar muy hondo, mantener mucho tiempo la respiración y destacaba por su puntería con el arpón.
Un día salió a bucear en un cayuco con un joven boga. La pesca fue buena y se hizo tarde. Su boga le insistió en que se embarcara para regresar al Islote, pues la noche se venía. Hugo respondió: “No, déjame echar una última buceada. A lo mejor arponeo algo grande”. Tomó aire, bajó y no volvió a salir. Se pensó que un tiburón lo había atacado.
Sin embargo, no encontraron resto alguno. Lo buscaron siguiendo las corrientes hacia otras islas, pero nada. Finalmente, en la boca de una cueva encontraron su arpón doblado en forma de U, como si lo hubiese hecho una fuerza marina gigantesca.
Las mujeres hicieron rezos y prendieron velas. Pero la mar se lo tragó y no lo devolvió. Por varios días los hombres dejaron de bucear y pescar. Se creía que, al no poder encontrar el cuerpo y darle cristiana sepultura, su espíritu vagaría por la mar.

En la próxima entrega compartiré algunos pasajes de hace cinco décadas como estudiante de tesis en este archipiélago, a 60 millas al oeste de Cartagena, frente a la punta de San Bernardo y el golfo de Morrosquillo.


