La paradoja de acostarse con la muerte de la autoridad, y despertar con el fénix de la arbitrariedad, la incapacidad y el abuso es algo que hemos estado viviendo por décadas. Cada 5 años, se escogen gobiernos, cuanto más débiles, deficientes, corruptos, y subordinados a intereses creados, ¡mejor! Esa es la tónica.
Toda nuestra sociedad está contaminada del “pensamiento débil”: la lógica de razonamiento y de discernimiento que se extendió una vez que nuestra sociedad quedó huérfana de los principios y valores filosóficos, morales y espirituales sobre los que una vez se llegó a pensar que se sustentaba. Porque es el pensamiento débil el hilo conductor de las políticas populistas, clientelares y de supuesto carácter reivindicatorio. No es fácil definir en pocas palabras las características del pensamiento débil, máxime cuando no hablamos de una filosofía, sino de una forma de vida.
Como lo estamos viendo, en todos los órdenes de la vida nacional, el principio de autoridad poco a poco se ha ido desvaneciendo de nuestro sistema político social. La institucionalidad, ese atributo básico de la república, dentro de un Estado de derecho, en nuestro país es parte del realismo mágico que se manifiesta por el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común, con la pretensión de dar verosimilitud interna a lo fantástico e irreal.
Pero, ¿cuáles son los rasgos que describen el llamado “pensamiento débil”? El primero es el rechazo hacia los compromisos y metas que se plantean a mediano o largo plazo. La “debilidad” es incompatible con la perseverancia, y uno de los recursos de quien no quiere sentirse decepcionado por sus fracasos es el de no plantearse metas, si no son muy cercanas. Es incapaz de distinguir entre “lo que quiero” y “lo que me apetece”. La voluntad deja de ser una facultad del alma para confundirse con un sentimiento instintivo. El hombre no elige, sino que es arrastrado o atraído.
El segundo es la dificultad de mantener un pensamiento propio, al margen de las circunstancias y del ambiente. La aceptación y la consideración de los demás se convierte en un peaje obligatorio para quien carece de otro punto de referencia, y en la medida en que el hombre ha perdido conciencia de su dignidad natural y sobrenatural, se sustituye la estima del “ser” por la del “tener”.
El pensamiento débil no acostumbra a preguntarse si algo es verdad o mentira, ni siquiera si es bueno o malo. Más bien, los planteamientos se derivan hacia otros matices menos comprometidos: practicidad, conveniencia etc. Aquello que dice el refrán: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”. En realidad, no se trata de “lo que pienso”, sino de dar una cobertura ideológica a “lo que hago”. Es una autojustificación, más o menos inconsciente.
Y, finalmente, otra característica del pensamiento débil es la tendencia a poner las certezas bajo sospecha. Si algunos filósofos ya habían recurrido a la duda, como método para alcanzar la certeza, ahora se da un paso más para convertir la duda en un fin en sí mismo. La certeza es sospechosa de dogmatismo, mientras que la duda sistemática es equiparada a la tolerancia.
Se nos ha llegado a vender la idea de que solamente una autoridad pública puede garantizar la protección contra la enfermedad, la promoción de los conocimientos y de la cultura, la provisión de vivienda y empleo para todos, una hipó tesis bastante convincente, a menos que nuestra conciencia esté desprovista de responsabilidad social.
No cabe la menor duda de que la autoridad de los principios ha sido asesinada o se ha suicidado ante su incapacidad de alumbrarnos en la oscuridad en el camino hacia un auténtico Estado del bienestar social (e individual). Y lo han sustituido por un mundo sin autoridad, sin creencias, fundamentado en el “aquí y ahora”.
De ahí que no habrá cambio de ningún tipo en nuestro país mientras esté plagado de sujetos de pensamiento débil. De la misma manera que no podríamos formar un Estado de idiotas o de orates.
Y cuando todo se hunde, el liderazgo político con su actitud de adoptar ciertas costumbres o actividades, más por ánimo de querer aparentar o causar buena impresión que por auténtica convicción, inútiles e incapaces para solucionar los problemas que le desbordan, entonces pretenden resucitar al ave fénix del totalitarismo, con sus desplantes y amenazas a la gente… dejando claro su pensamiento débil y decretando la muerte de la autoridad.
El autor es abogado

