En el Corán no aparece la lapidación. Catorce siglos después de su revelación a Mahoma, sin embargo, una decena de países (Arabia Saudí, Irán, Afganistán...) aplica esta pena en nombre del islam a solteros que mantienen relaciones sexuales y a adúlteros. Sobre todo a mujeres. La legislación internacional rechaza este ensañamiento.
Sakineh Mohamadi Ashtiani ya no será lapidada por adulterio, pero todavía pende sobre ella la condena a morir en la horca por instigar el asesinato de su marido. El régimen iraní ha obrado una pirueta judicial para no aplicar el castigo más repugnante, tal como pedían o exigían gobiernos y organizaciones de defensa de los derechos humanos occidentales. Ante la pena de muerte en general y el ahorcamiento en particular poco podría decir Estados Unidos. La primera se aplica en la inmensa mayoría de ellos y la horca aún pervive en tres.
El debate sobre la suerte de Sakineh se verá avivado por el estreno de la película La verdad de Soraya M., del director franco iraní Cyrus Nowrasteh, basada en un caso real, pero con algunos errores de bulto en la realización.
La lapidación es el más brutal de los castigos físicos aplicados no solo en algunos países islámicos. Cortar la mano de quien comete un hurto, el pie de quien roba, asalta caminos o se rebela contra el poder establecido, y fustigar ante distintos delitos o pecados completan el cuadro de penas consideradas degradantes para la persona en las convenciones internacionales.
“Si la lapidación no existe en el Corán, ¿de dónde se han sacado tantas precisiones sobre cómo debe ejecutarse?”, se pregunta Soheib Bensheij, director del Instituto Superior de Ciencias Islámicas de Marsella.
El Código Penal iraní, según recuerda la politóloga Nazanín Amirián en su libro Solo las diosas pasean por el infierno, cita los pormenores de la aplicación de la pena: “Al hombre se le entierra en un hoyo hasta la cintura mientras la mujer es enterrada hasta los hombros (...). Las piedras no deben ser tan grandes como para que la persona se muera con pocos golpes ni tan pequeñas que no se las pueda considerar piedras”.
Si el condenado es capaz de escapar con vida no volverán a intentar matarlo (el hombre juega con ventaja por tener al aire desde la cintura hasta los hombros, y alguna vez ha ocurrido), mientras que si muere por otra causa (un infarto, por ejemplo) se lapidará el cadáver. La pena prevista en el libro sagrado de los musulmanes para el adulterio, por el contrario, es la de recibir 100 latigazos, tanto para hombres como para mujeres.
El castigo sería la mitad si la mujer fuera una esclava. De ahí se infiere, según explica Dolors Bramon, doctora en filología semítica e historia, en ser mujer y musulmana (Bellaterra), que es imposible que la pena prevista sea la lapidación.
En la Arabia del siglo VII, cuando surgió el islam, estos castigos apuntaban una mejora respecto a las condiciones existentes. La lapidación era de tradición judaica, como queda recogido en la Torá y en el Antiguo Testamento, si bien su práctica desapareció hace muchos siglos. En el cristianismo quedó abolida al perdonar Jesús a la mujer adúltera que le llevaron escribas y fariseos para que ordenara lapidarla: “Anda, y desde ahora no peques más”.
Desde el siglo XIX, intelectuales musulmanes vienen insistiendo en que hay que quedarse con el espíritu de avance que supusieron ciertas normas en el momento en que fueron dictadas y olvidarse de la literalidad del texto.
