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Caciquismo

Mi Panamá: por qué esto no lo arregla nadie…

Para cualquiera que ocupe muy poco de su tiempo en informarse sobre la historia de Panamá, desde 1903 a la fecha, se podrá dar cuenta cabal de que nunca ha existido un liderazgo real, que haya tenido la facultad de organizar y promover el bienestar de la población.

Nuestra separación de Colombia no registra ningún hecho épico revestido de gloria y esplendor. No existe ningún “libertador”, y no hay registros de júbilo o celebración.

Porque un líder ni nace, ni se hace, simplemente surge en el momento preciso, en medio de una conmoción, levanta la cabeza sobre una multitud pensante y marca el rumbo. Lo que hemos tenido hasta ahora, han sido caciques, que han establecido el “caciquismo” como patrón de dirección en la cosa pública, una forma distorsionada de gobierno local, en la que un comandante político o militar tiene un dominio total de la sociedad, expresada como un marcado populismo y clientelismo político.

Arnulfo Arias jamás fue un verdadero líder, sino el cacique de una “tribu” que creció, integrada por una muchedumbre que jamás se opuso a los designios y mandatos malos, mediocres y algunos posiblemente favorables. Por su parte, Omar Torrijos llega a “líder máximo” por la vía de las armas, y en el fondo le encontramos que, en cierta forma, imitó bastante la conducta de Arnulfo durante los años que gobernó. Ni el arnulfismo ni el torrijismo pueden ser denominados “doctrinas”, ya que estas se integran del conjunto de ideas, enseñanzas o principios básicos de un movimiento ideológico o político. Y en el arnulfismo base del Partido Panameñista no encontramos nada trascendente de corte ideológico, a menos que sea la teoría del mejoramiento de la raza del nacional socialismo alemán.

Por su lado, en cuanto al torrijismo, tampoco encontramos nada que no sea la reiteración de la doctrina nacionalista, que desde el día siguiente de la firma del Buneau-Varilla se manifestara en la población, rechazando el enclave colonial, y cuyo punto culminante se dio el 9 de enero de 1964. Si ser nacionalista es ser torrijista, esa es una interesada interpretación de los miembros de un partido que ha demostrado ser el mentor, impulsor o promotor de los peores escándalos de corrupción que se están dando en este país y se siguen generando.

No hay que confundir el concepto de pueblo con la noción de multitud, gentío, muchedumbre o masas, ni con la distinción de pueblo y muchedumbre promovida por Hobbes e imperante hasta nuestros días. Una mera muchedumbre, gentío o masa no reúne los requisitos necesarios para ser considerada como pueblo. Etimológicamente, la democracia es el gobierno del pueblo que, con la voluntad general, legitima al poder estatal, y la oclocracia, que es el sistema que tenemos, es el gobierno de la muchedumbre, un agente de producción biopolítica que a la hora de abordar asuntos políticos presenta una voluntad viciada, evicciosa, confusa, injuiciosa o irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno, y por ende no conserva los requisitos necesarios para ser considerada como pueblo. En el contexto de los sistemas jurídicos y el pensamiento político, la definición de “pueblo” es, desde sus orígenes, muy compleja, equívoca y polémica.

Lamentablemente, tenemos que reconocer que vivimos en una oclocracia, generada por el caciquismo, al cual una muchedumbre, gentío o masa que nunca llegará a constituir un verdadero pueblo, decidió someterse, y constituirse en una modalidad de lumpenproletariado, la población situada socialmente al margen o debajo del proletariado, con carencia de conciencia de clases, personas que no aportan a la sociedad, que fácilmente son manipuladas por la élite para manejar y proteger sus intereses y no aportan en nada para que exista un cambio social, para conseguir la anhelada justicia social; y no aportan nada pues no tienen nada, ya que han sido excluidos del sistema de clases, desvalidos y desprotegidos por un sistema que, o los reconoce como medios para fines, o no los conoce siquiera. Desde el punto de vista de sus condiciones de trabajo y de vida, está formado por los elementos degradados, desclasados y no organizados del proletariado urbano.

Es la clase social que no posee ni medios de producción ni fuerza de trabajo, y está carente de conciencia de clase y, por lo tanto, susceptible de servir de punto de apoyo a las clases económicas que sostienen el sistema y la partidocracia.

Y mientras esa muchedumbre, gentío o masa no se transforme en un verdadero pueblo, capaz de entender un liderazgo, seguiremos siendo un país de caciques y tribus primitivas. Por eso, aquí no cambiará absolutamente nada.

El autor es abogado


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