“Mil años pasarán y nuestros crímenes aún serán recordados”. Así se expresaba en el Juicio de Nurenberg, Hans Frank, quien fuera gobernador militar nazi de la Polonia ocupada. ¡Qué equivocado estaba! Han pasado poco más de 60 años desde el final de la guerra y esos crímenes ya han sido olvidados, tergiversados e ignorados. Anonadados, asistimos al intento por negar lo ocurrido. Expresiones tan categóricas como “holocausto” o “Auschwitz” son banalizadas y utilizadas con liviandad.
Frente a esta realidad, tenemos un deber impostergable que cumplir; no permitir que las víctimas vuelvan a ser asesinadas por la negación, la ignorancia y la apatía. La resolución 60/7 (tomada el 1 de noviembre de 2005) de la Asamblea General de la ONU de instituir el 27 de enero como el Día Internacional de conmemoración de las víctimas del Holocausto, debe ser aplaudida. Si para el pueblo judío la memoria ha sido un mandato colectivo que recorrió su civilización desde sus orígenes, no cabe duda de que hoy, para la humanidad toda, el recuerdo de la Shoá (holocausto), constituye una responsabilidad y un compromiso.
El asesinato sistemático, metódico y planificado de seis millones de judíos (hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños y lactantes) perpetrado por los nazis y sus cómplices, ante el silencio ominoso de las potencias aliadas durante la II Guerra Mundial, es un evento único en la historia que no puede ni debe olvidarse. Seis millones de personas (no hay forma de referirse a esta cifra sin que resulte demasiado abstracta), dos veces la población de Panamá, fueron vejadas, ultrajadas, humilladas y asesinadas en pleno siglo XX, en el país más culto de Europa, por cometer el “crimen” de ser judíos. Un tercio de nuestro pueblo fue exterminado.
Y nos mataron y trataron de aniquilarnos. Y a pesar de poner su maquinaria de guerra al servicio del exterminio, nuestros enemigos no pudieron alcanzar su meta. Sobrevivimos. Y como sobrevivientes nuestro compromiso es recordar; recordar a nuestros mártires.
En Yad Vashem, el museo y memorial de la Shoá ubicado en Jerusalem, está el “salón de los nombres”. Allí, en forma continua son leídos los nombres de las víctimas y la edad que tenían. Cada uno de esos seis millones tenía un nombre, una familia, una vida y un futuro que fue truncado por las manos asesinas. En el mundo rememoramos las proezas de aquellos que se rebelaron contra la muerte, de aquellos que lucharon por la dignidad humana.
De los que combatieron contra un ejército poderoso con armas improvisadas, y de los que fueron capaces de formar una orquesta o crear una escuela, en medio del horror, el hambre y la desesperación. Recordamos a los justos de la humanidad, aquellos gentiles que arriesgaron sus vidas para salvar judíos de una muerte segura. Y recordamos el heroísmo; el heroísmo de los que nos enseñaron que la santidad de la vida radica no solo en morir por lo que uno cree, sino en darle significado a la vida que se vive, aun en medio de tanta muerte y desolación. Por eso recordamos. Ese es el mandato. Mientras el mundo prefiere olvidar, nuestro deber es recordar.
