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EMBLEMÁTICO

La patria en un cafetín

Rodolfo Tejada lleva un largo rato sentado en la mesa a la izquierda de la puerta del Café Coca Cola. Lleva un sombrero pequeño, lentes y lee el periódico. Frente a él, una taza vacía que en algún momento contenía café y un plato con restos de tomate. Tejada tiene 90 años y ha repetido esta rutina por los últimos 70 años.

El Café Coca Cola, frente al parque de Santa Ana, es un símbolo de la panameñidad. Por sus mesas ha transcurrido la historia de una nación más joven, incluso, que el propio local.

El Coca Cola se fundó en 1875. Por esa época, el istmo estaba cargado de estadounidenses que aún utilizaban el ferrocarril para viajar entre el este y el oeste de su país. De ahí quizás su nombre, aunque nadie sabe aún con precisión el por qué.

Afuera del cafetín, 143 años después de su inauguración, aún avanza la vida de la ciudad. Por la avenida Central camina gente con bolsas, en el parque -remodelado- lustran zapatos, fuman, conversan. Suenan las obras en Salsipuedes, hay tranque, hace calor y huele a “petricor”.

Adentro suenan los cubiertos, los murmullos, la televisión y la máquina del café, que opera una de las camareras sin pretensiones de barista, pero con el toque preciso para sacar lo mejor del grano a tan solo $1.

Los comensales pueden dividirse en dos grandes grupos: señores mayores y turistas. Hay cuatro mesas ocupadas por personas de más de 60 años, mientras que hay extranjeros en otras cinco mesas.

Las mesas, al igual que la puerta, son de madera. Hay una barra con neveras que contienen cervezas y un mostrador para el café. Detrás, una cocina que casi no se ve.

Ya no hay las tertulias de antes, dice Tejada. “Antes venían poetas, escritores, intelectuales. Venían a conversar, a discutir las cosas que sucedían en el país. Además de que alrededor del café hay varias cantinas que servían para conversar después”, explica.

Tejada relata que siempre le tuvo ganas al café, pues vivió casi toda su vida en varios rincones de Santa Ana. Cuando terminó la escuela, y tuvo mejor manejo de su tiempo, comenzó a frecuentar el lugar. Se convirtió, entonces, en su día a día. Y 70 años después, ahora viviendo en El Crisol, aún acude todos los días.

“Vengo casi todos los días, a menos que esté enfermo. Llego como a las 9:00 a.m., leo el periódico mientras vienen los amigos, después viene la tertulia, la broma, el bochinche. Ellos llegan después del mediodía, para el almuerzo. Como a las 3:30 p.m. me vuelvo a casa”, asegura.

Ya es casi mediodía y el lugar comienza a llenarse. El café pasó de ser el epicentro de la intelectualidad panameña, donde se reunían hasta artistas internacionales, a una opción de comida económica en el Casco Antiguo, cuna de la cocina gourmet y de precios elevados.

De repente sale uno de los cocineros y le dice algo en voz baja a un mesero que sale del restaurante hacia un puesto de frutas y vegetales que hay alrededor. Compra una piña y una sandía, regresa y se las da al cocinero. Reabastecimiento en tiempo real.

De la cocina salen sopas, emparedados, arroz, pollo. Tejada afirma que le gusta todo, que no hay nada específico que siempre pida, aunque tiene que cuidarse, ya que es diabético y tiene una dieta estricta. Dice él que no la rompe, que se porta bien, que tiene que estar sano para todas las conversaciones que aún le falta por tener en el Café Coca Cola.


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