Hasta su inauguración en 1989, la pirámide del Louvre levantó ampollas entre quienes veían en esta escultura de cristal que sirve de entrada al museo parisino una profanación cultural. Pero, 30 años después, la obra de Ieoh Ming Pei es celebrada de forma unánime.
La polémica, atizada por grandes nombres en los medios de comunicación, duró muchos años, reflejo del eterno conflicto entre amantes de lo antiguo y lo moderno, como ya había sido el caso de tantas otras obras como el Centro Pompidou de París.
El país entero se involucró. Michel Laclotte, director del Louvre entre 1987 y 1995, recuerda el arrebato de un taxista en Niza (sureste): “¡Pero qué diablos están haciendo al Louvre!”.
Una entrada que es un símbolo
Todo empezó el 31 de julio de 1981, cuando Jack Lang, nuevo ministro de Cultura, escribió al presidente François Mitterrand: “Hay una idea potente: recrear el Gran Louvre destinando todo el edificio al museo”.
Pero el Ministerio de Finanzas ocupaba una parte del museo. “Es una buena idea, pero difícil de concretar como todas las buenas ideas”, dictaminó Mitterrand sobre la misma carta.
“Entonces creíamos que el poderoso ministerio no se dejaría trasladar”, comenta Jack Lang. Pero “el patio Napoleón era un estacionamiento horrible. Al museo le hacía falta una entrada central”, agrega. “Con Mitterrand, teníamos en mente contactar con Pei. El presidente admiraba sus obras en Estados Unidos”.
Michel Laclotte “revive la escena” del descubrimiento del proyecto de Pei. “Había una gran maqueta sobre la mesa. Luego, colocaron la pirámide, todo el mundo quedó seducido”.
Cuando el diario France Soir publicó la maqueta en 1984, hubo una “explosión” de críticas, que denunciaban, por ejemplo, que el Louvre se convertiría en “la casa de los muertos”, en términos de un periodista de Le Monde. Llamamientos a la “insurrección“, bromas sobre las intenciones de Mitterrand de convertirse en el primer “faraón” de Francia... se publicó incluso un libro contra la pirámide.

