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El balotaje chileno que puede marcar el mayor giro político desde la transición

El balotaje chileno que puede marcar el mayor giro político desde la transición
José Antonio Kast y Jeannette Jara.

SANTIAGO DE CHILE, CHILE. -La campaña presidencial chilena que desemboca en el balotaje de este domingo, entre José Antonio Kast, el favorito de las encuestas, y Jeannette Jara, transcurre con una característica inquietante: no se siente en las calles.

A pocos días de una elección decisiva —que podría marcar un nuevo efecto péndulo, el mayor desde el inicio de la transición en 1990, desde el actual gobierno izquierdista más cercano al ex presidente Allende a un gobierno de derecha conservadora, el más próximo al del régimen militar de Pinochet—, me encontré con un Santiago que luce ajeno al clima electoral. No hay carteles, no hay actos masivos, no hay conversaciones políticas encendidas. Incluso en los espacios que fueron símbolo de la movilización social de 2019 como la Plaza Baquedano y de las cuales fui testigo —yo residía en Chile en esos años— predomina la apatía y la indiferencia. La democracia existe pero apagada, sin épica.

Nuevamente, esta elección se celebrará con voto obligatorio, lo que asegura una alta participación formal. Sin embargo, la obligación no logra suplir lo que falta: entusiasmo, identificación partidaria, sentido de pertenencia. Muchos ciudadanos acudirán a votar más por obligación que por convicción, con el objetivo de evitar una multa que supera levemente los 100 dólares, y no porque crean que su voto pueda cambiar de manera sustantiva el rumbo del país. Varias personas con las que conversé en los últimos días me confesaron no saber por quién votar y reconocieron que, de no existir la obligatoriedad del sufragio, no se molestarían en acudir a las urnas. Otros, en cambio, señalan que seguirán el llamado del candidato antisistema Franco Parisi —quien obtuvo el tercer lugar en la primera vuelta— y optarán por anular su voto o votar en blanco. Por ello, mañana será clave observar no solo el nivel de participación electoral —que en la primera vuelta alcanzó el 85%, el más alto de la historia de Chile—, sino también el porcentaje de votos nulos y en blanco.

Chile ofrece así una imagen cada vez más extendida en numerosas democracias: fatiga, desencanto, frustración. El vacío de la campaña no es un fenómeno coyuntural ni atribuible solo a errores tácticos de los comandos. Es la expresión de una desafección política profunda, incubada durante más de una década y acelerada tras el estallido social de 2019.

Aquella explosión de demandas prometía una refundación del contrato social en un país que se percibía como demasiado desigual; hoy deja como saldo un proceso constituyente doblemente fallido —único caso a nivel mundial—, muchas promesas incumplidas y una ciudadanía exhausta, decepcionada, enojada ante la falta de resultados a sus demandas.

El resultado es una democracia que sigue operando institucionalmente, pero que ha perdido su capacidad de ilusionar: la esperanza de un futuro mejor se achicó mientras creció el agobio.

En ese contexto, el balotaje enfrenta a dos proyectos claramente diferenciados, aunque ninguno logra encender pasiones.

José Antonio Kast, líder de la derecha conservadora, encarna una oferta de orden, autoridad y seguridad. Su discurso conecta con un estado de ánimo dominante: temor al crimen, preocupación por la elevada migración irregular, frustración frente a la sensación de descontrol y un crecimiento económico mediocre. Kast no promete grandes transformaciones; promete un gobierno de emergencia y poner límites. Y en un país cansado, esa promesa resulta tentadora pero no arrolladora como lo demuestra el 24% de votos que obtuvo en la primera vuelta presidencial que lo ubicó en el segundo lugar y lo habilitó a pasar al balotaje.

Jeannette Jara, exministra del Trabajo y candidata de la izquierda oficialista, representa una apuesta por la protección social, los derechos laborales y el fortalecimiento del Estado. Consciente de los límites del ciclo político anterior, ha moderado su discurso y buscado tender puentes hacia el centro. Sin embargo, su candidatura carga con un peso difícil de eludir: el desgaste del gobierno de Gabriel Boric, cuya administración llega al final del mandato con una evaluación ciudadana marcada por la percepción de ineficacia, falta de conducción política y debilidad en materia de seguridad. Estas limitaciones quedaron evidenciadas en el resultado electoral que obtuvo en la primera vuelta: un magro 27%, que si bien lo ubicó en el primer lugar, quedó por debajo de las expectativas y fue incluso inferior al ya bajo nivel de apoyo del gobierno de Boric, estimado entre 30% y 32%.

Aunque Boric no está en la papeleta, su gobierno sí está en el juicio de los votantes. La elección funciona, en buena medida, como un plebiscito implícito sobre una experiencia que llegó al poder con un mandato transformador y termina enfrentando un fuerte desencanto. La incapacidad de traducir expectativas en resultados concretos ha erosionado la credibilidad del oficialismo y ha dejado a Jara en una posición defensiva, obligada a explicar y defenderse más que a proyectar.

Como bien señala un artículo reciente en El País, Chile vive una campaña sin anclaje territorial, sin narrativa movilizadora, sin nervio. La gente parece más conectada con el cierre del año, con las preocupaciones económicas cotidianas o con la inseguridad que con la disputa presidencial. No es solo apatía; es fatiga democrática. Una sensación extendida de que la política promete mucho y cumple poco.

Este escenario plantea interrogantes de mayor calado. ¿Qué significa una democracia donde el voto es obligatorio, pero la política no entusiasma? ¿Hasta qué punto la legitimidad procedimental puede sostenerse sin legitimidad sustantiva? Chile, durante años exhibido como ejemplo de estabilidad institucional en América Latina y “milagro económico”, enfrenta ahora un desafío distinto: no el colapso del sistema, sino la desafección ciudadana con el mismo. El resultado del balotaje será importante, pero no resolverá este problema de fondo.

Si gana Kast, deberá gobernar un país dividido, con una parte significativa de la sociedad temerosa de retrocesos en derechos sociales. Si gana Jara, lo hará con un margen estrecho y con una base social debilitada, en un contexto de expectativas bajas y tolerancia limitada al error.

El resultado electoral de mañana —esto es, el porcentaje de votos que obtenga quien obtenga la presidencia, la distancia entre el primer y segundo lugar, y la relación entre el caudal de votos del vencedor y la suma de los votos del candidato o candidata derrotado, junto con los votos en blanco y nulos— será clave para determinar el tipo de mandato con el que contará el nuevo presidente y, en consecuencia, su margen de maniobra para avanzar con mayor audacia y determinación, o bien con mayor cautela y moderación en su agenda de gobierno. Cabe recordar que ninguno de los dos candidatos cuenta con mayoría propia en ninguna de las dos cámaras del Congreso, por lo que la gobernabilidad será desde el día uno un desafío prioritario.

Pero gane quien gane, lo hará con muchos votos prestados, ya que en la primera vuelta casi el 50% no votó ni por Jara ni por Kast. Por ello, el próximo gobierno enfrentará a partir del 11 de marzo de 2026 una luna de miel corta, deberá ser el presidente de todos los chilenos, y llevar a cabo una tarea titánica: reconstruir la confianza en la política, en sus líderes y en las instituciones, transformando las promesas en resultados concretos para devolver a las y los chilenos la esperanza de que sí es posible encontrar soluciones democráticas a los propios desafíos de la democracia.

En conclusión, Chile no enfrenta una crisis de reglas, sino una crisis de vínculos. Las instituciones funcionan, las elecciones se realizan y los resultados se respetan. Pero se ha erosionado algo más profundo y decisivo: la convicción de que la política puede ser una herramienta real y eficaz de cambio colectivo positivo. Cuando esa creencia se desvanece, la democracia corre el riesgo de seguir existiendo solo como un procedimiento, un ritual vacío, cada vez más distante de la ciudadanía a la que dice representar.

De ahí que el desafío central del próximo ciclo político no sea, ante todo, económico ni institucional, sino emocional y simbólico: reconectar la política con la vida cotidiana de las personas, con sus miedos, expectativas y esperanzas. Sin esa reconexión profunda, incluso las democracias más sólidas pueden perder su alma mucho antes de perder sus reglas.

El autor es director y editor de Radar Latam 360.


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