Dalia Ventura - BBC Mundo News
“Esta es la primera vez que entierro a alguien que ya había sido enterrado antes”, dijo el sacerdote encargado de oficiar el funeral de Mick Meany, cuenta su hija Mary.
En su libro "You can’t eat roses, Mary!" (“¡No puedes comer rosas, Mary!” de 2015), recuerda que en esa segunda ocasión, solamente estaba presente un periodista local.
En contraste, a su primer entierro, 35 años antes, había acudido no sólo una multitud, sino la prensa mundial... y él estaba vivo.
No fue una de esas equivocaciones que ocurrieron hasta principios del siglo XX debido a la ausencia de criterios estandarizados para certificar la muerte.
El de Mick Meany fue un entierro anunciado, un espectáculo orquestrado para cautivar al público y atraer la atención de los medios, como lo hizo, no sólo en Reino Unido donde tuvo lugar, sino en lugares tan lejanos como Estados Unidos y Australia.
La extraordinaria historia empieza en un pub irlandés, aunque lejos de Irlanda.
El protagonista, Meany, era hijo de un granjero en Tipperary y, como varios otros de sus compatriotas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, se había mudado a Inglaterra en busca de trabajo para poder sostener a su familia.
Su sueño era ser campeón mundial de boxeo pero, entre tanto, trabajaba como obrero de la construcción.
La ilusión de triunfar en el cuadrilátero se esfumó en un accidente laboral que le lesionó una mano.
Pero otra idea nació en otro accidente.
Un túnel que estaba cavando se le cayó encima y cuentan que fue mientras estaba enterrado bajo los escombros que brotó el germen de su nuevo sueño: batir el récord de tiempo enterrado vivo en un ataúd.
Suena extraño, y lo es, pero las competencias de resistencia inusuales se habían puesto de moda desde los años 20 en EE.UU., y en 1966 un marinero la llevó a Irlanda, donde permaneció enterrado durante 10 días.
Eso no era nada comparado con la hazaña de Digger O’Dell, un estadounidense que había pasado 45 días bajo tierra en Tennessee, y este fue el récord que Meany se propuso superar.
Reto macabro

¿Por qué empeñarse en hacer algo que a lo largo de la historia había sido un método de tortura, y para la mayoría de nosotros es una pesadilla?
Las razones de los llamados artistas funerarios parece que eran varias: desde el mero gusto por batir récords hasta ganar dinero, pasando incluso por intentos de llamar la atención sobre algún asunto.
O’Dell, por ejemplo, se sepultó voluntariamente 158 veces en su vida, a menudo ganando dinero al promocionar lugares o productos, pero en 1971 lo hizo por última vez para promover un plan que había urdido para que bajaran los precios de gasolina.
A Meany lo impulsó más de una cosa.
A los 33 años, sin cualificaciones, educación superior ni talentos evidentes, las posibilidades parecían reducirse a seguir haciendo lo que ya hacía: ser obrero de la construcción.
Una hazaña como esa, por tétrica que fuera, podría hacer que su nombre figurara en el Libro Guinness de los Récords y lo haría lo suficientemente rico como para regresar a Irlanda y construir una casa.
“No tenía futuro en la vida real. Por eso, quería bajar y demostrar mi valía”, declaró.
Además, mantenía el sueño de ser un campeón mundialmente famoso, y como ya no podría lograrlo siendo boxeador, resolvió apostar por la gloria siendo el mejor en la macabra proeza de resistencia.
Y por inusual que fuera su propósito, curiosamente todo se fue dando para cumplirlo.

Meany vivía en Kilburn, un barrio en el norte de Londres que en ese entonces todavía era un “enclave irlandés”, pues era el hogar de muchos de sus compatriotas.
Entre los varios pubs, The Almiral Nelson era regentado por Michael “Butty” Sugrue, un personaje singular, que había sido luchador y hombre fuerte en un circo.
Seguía haciendo trucos como cargar a una persona sentada en una silla usando sólo sus dientes.
También era empresario y, ocasionalmente, promotor de boxeo: cuatro años después llevaría a Muhammad Ali a pelear en Dublín.
Cuando Meany, entre cerveza y cerveza, comentó su idea de enterrarse vivo, Sugrue empezó a mover sus fichas y ya no hubo vuelta atrás.
Cuenta su hija Mary que cuando su madre escuchó en la radio que un hombre iba a intentar romper un récord mundial pasando más de 45 días bajo tierra, aunque él no le había contado nada, supo que era su esposo y se desmayó.
Había querido hacerlo en Irlanda, pero su familia se lo impidió, temiendo que sufriera la más horrible de las muertes, y una que la Iglesia católica no vería con buenos ojos.
Pero según Mary, él nunca entendió esas razones.
Y el 21 de febrero de 1968 hizo lo que le habían rogado que no hiciera.
Subterráneo
Sugrue había organizado todo un espectáculo.
Se le había ocurrido que Meany comiera su “última cena” en el pub, frente a la prensa mundial antes de sellar la tapa del féretro.
El aspirante a campeón, vestido con una piyama azul y medias, se metió en el ataúd de 1,90 metros de largo por 0,78 metros de ancho y forrado con espuma, que habían fabricado especialmente para el reto.
Llevó consigo un crucifijo y un rosario, y antes de que lo encerraran declaró: “Esto lo hago por mi esposa y mi hija, y por el honor y la gloria de Irlanda”.
Terminada la ceremonia, con un tenor irlandés cantando, una procesión de curiosos y equipos de televisión acompañaron a Meany por las calles de Kilburn hasta la que sería su morada por, ojalá, al menos un mes y medio... más un día.
Una vez sepultado 2,5 metros bajo toneladas de tierra, el irlandés podía respirar gracias a dos tubos de hierro fundido, por los que también recibía diarios y libros para leer a la luz de una antorcha, así como alimentos, bebidas y cigarrillos.
Té y tostadas, carne asada y su favorita cerveza negra... todo lo ingería de lado: “No era un hotel bajo tierra”, diría después.
Y para las necesidades menos elegantes, una trampilla que daba a una cavidad debajo del ataúd servía de retrete.

Una caja de donaciones fue instalada en el lugar, y se podía pagar para hablar con él.
El reto atrajo a estrellas como el boxeador Henry Cooper y la actriz Diana Dors, quienes fuero a visitar a Meany en su tumba.
Desde un teléfono instalado dentro del féretro, hablaba con el mundo exterior; la línea conectaba al pub The Admiral Nelson, donde Sugrue cobraba por cada llamada.
La prensa lo siguió por un tiempo, pero luego la realidad lo fue desplazando: la guerra de Vietnam y el asesinato de Martin Luther King eclipsaron, con razón, casi todo lo demás.
Aun así, cuando llegó el día de la “resurrección”, Sugrue se aseguró de que no pasara desapercibido.
De la gloria al olvido
Con bailarines, músicos y periodistas, el 22 de abril, 8 semanas y 5 días después de la sepultura, el ataúd fue desenterrado y llevado en un camión, en medio de una multitud, hasta el pub.
Al retirar la tapa, Meaney, con gafas de sol -para protegerse los ojos- y barba sonrió.
Allí estaba: sucio, desaliñado, pero indiscutiblemente victorioso.
“Me gustaría aguantar cien días más”, declaró. “Estoy encantado de ser el campeón del mundo”.
El examen médico confirmó que estaba bien.

Una vez más, como el día en el que lo enterraron, sintió la admiración de la gente, algo que siempre había anhelado, y pensó que había alcanzado aquel sueño de ser mundialmente famoso.
Y todo eso, anticipó, vendría acompañado de una fortuna.
Según su hija Mary, le habían prometido una gira mundial con su ataúd y £100.000 en efectivo, si superaba el récord de O’Dell.
Eso era mucho dinero: una casa de 3 pisos en un barrio elegante de Dublín en 1970 costaba unos £12.000.
Tras 61 días bajo tierra, Meany había sobrepasado el récord con creces: 46 días habría sido suficiente, y él pasó 15 más sepultado.
La gira nunca se materializó.
La fortuna, nunca llegó: regresó a Irlanda sin siquiera un céntimo en el bolsillo, recuerda Mary.
Encima, su esperanza de que su hazaña quedara registrada oficialmente también se esfumó: el Guinness World Records nunca reconoció su récord; no hubo ningún representante que verificara su logro, como ocurrió con la mayoría de los casos de artistas funerarios.
No obstante, con la prensa mundial como testigo, nadie podía dudar de sus 61 días.
Solo que, apenas unos meses después, ese mismo año, una exmonja llamada Emma Smith hizo trizas su proeza al permanecer sepultada voluntariamente durante 101 días en un parque de diversiones en Skegness, Inglaterra.
Pero algo más de dos décadas después de su muerte, en 2003, la historia de Mick Meany ha sido resucitada en la forma de un documental titulado "Buried Alive/Beo Faoin bhFód“, que se está proyectando en festivales y recibiendo elogios.
Eso, probablemente, le habría gustado.
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