Panamá se viste de rojo, blanco y azul. Celebramos 122 años de vida republicana y, hoy, nuestros símbolos patrios. Las calles se llenan de banderas y estudiantes marchando con orgullo. Preguntémonos: mientras celebramos el símbolo, ¿estamos honrando su significado? La patria ondea entre desigualdades tan profundas que cuestan vidas.
Apenas unos días atrás, la Fundación para el Desarrollo Económico y Social (Fudespa), junto con Jóvenes Unidos por la Educación, presentó el estudio Educación mortal: crisis sistemática de ahogamientos infantiles en la comarca Ngäbe Buglé, que evidenció las precarias condiciones en las que muchos estudiantes intentan ejercer su derecho a la educación. Esa alerta se convirtió en tragedia.
Cinco días después, irónicamente en el Día del Estudiante, dos niñas de 5 y 8 años del poblado de Cascabel perdieron la vida intentando cruzar una quebrada de regreso a su escuela. Dos niñas con sueños, con el mismo derecho que cualquier otra a estudiar sin arriesgar la vida.
No fue la quebrada la que las mató. Fue, como dijo el cardenal José Luis Lacunza, “nuestra indiferencia, nuestro silencio cómplice”. Y es ahí donde nos preguntamos: ¿qué representa una patria que no cuida la vida de sus hijos?
El presidente José Raúl Mulino, en su conferencia de prensa, expresó que existe “un plan nacional para la construcción de más de 100 nuevos puentes peatonales en todo el país… Tenemos un déficit histórico y vamos a cubrirlo poco a poco”. La pregunta que surge es: ¿cuántas vidas más costará esa espera?
Muchos dirán que, ante el peligro, es mejor un día sin escuela que perder la vida. Pero ¿cuándo normalizamos que un niño deba temer por su camino al aula? En Panamá, hay estudiantes que caminan más de ocho horas para llegar a clases. ¿Cómo decirles que no vayan, sabiendo que para muchos el almuerzo escolar es su única comida del día?
Como ingeniera civil, sé que hablar de infraestructura no es hablar de concreto ni de acero: es hablar de vidas. Cada puente, cada escuela, cada camino seguro representa justicia social. Cuando esos caminos no existen y los niños arriesgan la vida para estudiar, no estamos ante una falla técnica: estamos frente a una falla moral.
En un país que invierte millones en símbolos de poder mientras la niñez muere cruzando ríos, la independencia es una palabra vacía. El costo de un metro de puente es mínimo frente al valor incalculable de una vida humana. Esa contradicción no solo es moralmente inaceptable: es técnicamente insostenible para una nación que dice aspirar al desarrollo sostenible.
Como bien señaló Nivia Rossana Castrellón, “Los niños ngäbe pagan con su vida el costo del abandono estatal… Esto no es para criticar a nadie, es para actuar. El derecho a la educación no puede ser una sentencia de muerte”.
No podemos hablar de soberanía mientras permitimos que nuestra niñez muera por falta de infraestructura básica. Hoy, mientras recordamos a dos niñas que ya no están, debemos entender que no se trata de tragedias aisladas, sino de síntomas de un Estado estructuralmente desequilibrado ante la realidad de sus hijos.
Conmemoremos este mes de noviembre entendiendo que no basta con decir que amamos a la patria; hay que honrarla con acciones. No celebremos por costumbre, sino porque decidimos mirarnos en los ojos de cada niño que cruza una quebrada. No para olvidar las heridas, sino para sanarlas con ciencia, empatía y memoria.
Ser panameños hoy significa no aceptar la indiferencia como destino, sino atreverse a rediseñar el país. Que nuestras manos no solo levanten banderas, sino también los puentes que faltaron para que dos niñas llegaran seguras de la escuela. Porque los símbolos patrios significan hoy, más que nunca, proteger la vida digna.
La autora es ingeniera civil e integrante de Jóvenes Unidos por la Educación.


