El año cierra con una imagen poderosa en Chile. Un presidente, un candidato electo y una candidata derrotada —con ideas y formas de pensar radicalmente diferentes— mostrando respeto hacia los resultados electorales, hacia el árbitro y entre ellos mismos. Un acto tan sencillo y esperable en cualquier democracia se convirtió, sin embargo, en un gesto revolucionario. Puede parecer una simple formalidad o una nota de color, pero no lo es. En una América Latina dividida entre discursos de odio y el ejercicio polarizado de la política, estos actos de cortesía institucional y normalidad democrática marcan la diferencia.
Un intenso ciclo electoral marcó el año 2025. Ecuador, Bolivia, Chile y Honduras celebraron elecciones presidenciales que redefinieron, de algún modo, el juego político regional. A estos procesos se sumaron numerosos comicios legislativos, elecciones locales y referendos. México, por su parte, experimentó con la elección popular de jueces y magistrados, una reforma sin precedentes que pretendió democratizar el sistema de justicia, pero que —en la práctica— supuso retrocesos en las condiciones de gobernanza electoral que parecían ya resueltas.
En momentos en los que la región experimenta procesos de erosión democrática, que se realicen elecciones que cumplan con condiciones de integridad no es una cuestión menor. De cómo sean estas elecciones depende la posibilidad de alternancia y rotación en el poder, así como la capacidad de que la democracia persista, resista y sea resiliente frente a múltiples desafíos como la violencia político-criminal, el hartazgo ciudadano, la cooptación de las instituciones electorales, la polarización afectiva y la radicalización ideológica.
Las urnas hablan: cinco patrones regionales
La evaluación de las elecciones de 2025 permite identificar cinco patrones que trascienden las fronteras nacionales y describen algunas singularidades del proceso político actual en la región.
Primero: el voto castigo se consolida. Desde la contundente victoria de la ultraderecha sobre la izquierda en Chile el 14 de diciembre —cuando José Antonio Kast obtuvo el 58% de los votos—, pasando por el fracaso de la consulta popular del presidente Daniel Noboa en Ecuador, hasta la estrepitosa caída del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia y el tercer lugar del oficialista Partido Libre en Honduras, el mensaje ha sido consistente: la ciudadanía castiga a quienes gobiernan, independientemente de su color político.
En Bolivia, el MAS perdió dramáticamente después de casi dos décadas de dominio. El partido de Evo Morales y Luis Arce, que en 2020 obtuvo 75 de 130 diputados, quedó reducido a apenas dos escaños en las elecciones de agosto. Por primera vez, Bolivia celebró una segunda vuelta presidencial el 19 de octubre, en la que Rodrigo Paz, del Partido Demócrata Cristiano (PDC), se impuso con el 54.5% de los votos. En Honduras, la candidata del oficialista Libre, Rixi Moncada, quedó relegada al tercer lugar, mientras el candidato conservador Nasry “Tito” Asfura (Partido Nacional) resultó ganador como presidente electo tras una polémica contienda política, marcada por intervencionismo de actores externos, numerosos actos de violencia político-electoral y 24 días de incertidumbre para conocer los resultados.
Noboa sufrió una derrota demoledora en la consulta popular del 16 de noviembre: el NO ganó en las cuatro preguntas propuestas, incluyendo el rechazo a autorizar bases militares extranjeras (60% votó NO) y a convocar una Asamblea Constituyente (61% votó NO). Este resultado sorprendió porque ocurrió apenas siete meses después de que ganara la elección presidencial ecuatoriana en abril con 55.6% de los votos. Las interpretaciones sobre este cambio del electorado aún están por definirse, pero sugieren que la ciudadanía no estaría otorgando “cheques en blanco” a los gobernantes.
Segundo: el pragmatismo desplaza a la ideología. El triunfo de Paz en Bolivia con un mensaje centrista de “capitalismo para todos”, la victoria de Noboa en Ecuador con foco exclusivo en la seguridad y el rechazo a los oficialismos confirman que el electorado latinoamericano de 2025 se muestra distante de las identidades ideológicas tradicionales. O, al menos, una parte de él. Los votantes no parecen estar buscando proyectos transformadores a largo plazo, sino respuestas concretas a problemas inmediatos: inseguridad, crisis económica y corrupción.
Este fenómeno favorece a las fuerzas conservadoras. En Chile, ganó por primera vez un candidato de ultraderecha —de inspiración pinochetista— con promesas de recortes drásticos al gasto público, políticas de “orden y seguridad”, oposición al aborto y al matrimonio igualitario, e iniciativas radicales contra la delincuencia y la migración irregular. El éxito de Kast se suma a gobiernos de derecha como el de Javier Milei en Argentina, Nayib Bukele en El Salvador, Santiago Peña en Paraguay y Luis Abinader en República Dominicana. Esta nueva “marea azul” configura el mapa político actual, aunque con distintas tonalidades y niveles de radicalidad.
Tercero: fragmentación partidaria, gobiernos divididos y minoritarios. Salvo en Ecuador, donde la polarización entre correísmo y anticorreísmo atravesó tanto la elección presidencial de abril como la consulta popular de noviembre, en el resto de los casos el escenario político se fragmentó profundamente. En Bolivia, siete candidaturas con opciones reales de ganar compitieron en la primera vuelta. En Honduras, tres candidaturas se disputaron la presidencia, dando lugar a una de las competencias más estrechas que ha vivido el país.
La alta fragmentación suele generar presidentes minoritarios con gobiernos divididos. En este año electoral, Bolivia y Ecuador se suman a Argentina, Brasil, Colombia, Guatemala y Perú, donde gobiernan presidentes con apoyos minoritarios en el Congreso. En contraste, México y El Salvador cuentan con presidentes poderosos y gobiernos de partido unificado, con mayorías calificadas en sus legislativos que facilitan la aprobación de reformas constitucionales sin necesidad de negociar con la oposición.
Cuarto: el vaciamiento del centro político y la crisis de los partidos —y liderazgos— moderados. Como sostuvimos junto a María Esperanza Casullo hace algunos años, los partidos de “centro y algo” (centroizquierda y centroderecha) enfrentan crecientes dificultades para acumular votos. La política moderada parece no contar con respaldo electoral suficiente en América Latina. Esta pérdida de capacidad representativa ha generado un vacío aprovechado por outsiders o por nuevos partidos que dicen encarnar demandas emergentes desde los márgenes, alimentando estrategias de polarización.
Quinto: crisis de credibilidad institucional. A excepción de Chile, donde los resultados se anunciaron dos horas después del cierre de los comicios y fueron reconocidos de inmediato por los contendientes, en Honduras y Ecuador los procesos enfrentaron severos cuestionamientos. En Ecuador, tras la segunda vuelta de abril, Luisa González, candidata de la Revolución Ciudadana, cuestionó la transparencia del proceso. En Bolivia, las acusaciones cruzadas de irregularidades fueron constantes. En Honduras, más de dos semanas después de los comicios del 30 de noviembre, el país aún no tenía definido el resultado de la elección presidencial.
La confianza en las instituciones electorales, piedra angular de la democracia, muestra fisuras preocupantes que se han agravado durante 2025. Varios países enfrentan crisis de gobernabilidad acompañadas por fragmentación política, discursos de odio, desconfianza institucional y polarización extrema.
Tres aprendizajes para el futuro
Este año electoral deja aprendizajes que marcarán la política regional en los próximos años.
Primero: la violencia político-criminal condiciona la democracia. Honduras registró seis homicidios políticos durante la campaña, cuatro de ellos contra candidatos del oficialista Partido Libre. La ONG Cristosal documentó 67 hechos de violencia política entre septiembre de 2024 y noviembre de 2025. Ecuador celebró su consulta popular bajo estado de excepción, y México continúa realizando elecciones en contextos de violencia, especialmente a nivel local.
Segundo: la influencia externa redefine la soberanía electoral. La intervención de Estados Unidos en procesos electorales recientes alerta sobre los límites de la autonomía política regional. El rechazo ciudadano a la instalación de bases militares extranjeras en Ecuador refuerza esta preocupación.
Tercero: la polarización puede desmovilizar al electorado. Ecuador mostró que incluso en contextos altamente polarizados, la movilización no está garantizada, debilitando la participación democrática.
Democracias en riesgo
A pesar de las dificultades, los procesos electorales continúan realizándose con niveles aceptables de integridad. Sin embargo, la erosión democrática proviene de quienes resultan electos y desafían los contrapesos institucionales en nombre de la “voluntad popular”. El desafío hacia 2026 será fortalecer árbitros electorales, despolarizar el espacio público y evitar injerencias externas sin ceder derechos conquistados.
La autora es investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

