Polarización es un término muy vigente en la política mundial y su presencia se ha intensificado notablemente en el último lustro. Es difícil encontrar un país donde la vida política no venga definida por esta suerte de confrontación en la que dos opciones tienen suficiente fuerza para aglutinar a amplios sectores sociales que concentran su identidad y su energía en dos polos radicalmente opuestos. El eje sobre el que gira la oposición puede venir definido por temáticas muy diversas que van desde lo cultural hasta lo económico, pasando, obviamente, por lo político.
A lo largo de un siglo, esta tensión se simplificó en torno a dos términos que poco a poco calaron en el inconsciente colectivo: izquierda y derecha. Su uso práctico permitió configurar una escala donde los matices permitieron establecer un continuo con graduales estadios. El pluralismo facilitó las cosas al incorporar distintas dimensiones en el debate político.
Sin embargo, este panorama de matices tuvo al menos tres enemigos de carácter variopinto. Los regímenes autoritarios quebraron la lógica de la diversidad ideológica al autodefinirse sin restricción alguna en un espacio concreto y fijo. En los regímenes democráticos, el presidencialismo a doble vuelta obligó a la confrontación bipolar, construyendo bloques de oportunidad de naturaleza excluyente, a veces artificiales. Finalmente, la expansión del populismo en sus variadas versiones supuso la exacerbación del antagonismo entre un “ellos” y un “nosotros”, construido tanto a través de liderazgos carismáticos como de movilizaciones colectivas.
La polarización se yergue en escenarios que fueron catalogados como lucha de clases y que hoy amparan unas relaciones de desigualdad como nunca se dieron. Un informe dirigido por Joseph Stiglitz muestra que el 1% más rico del planeta acaparó el 41% de la riqueza creada entre 2000 y 2024. Por el contrario, el 50% más pobre solo recibió el 1% de esta nueva riqueza: “estas concentraciones extremas de riqueza se traducen en concentraciones antidemocráticas de poder, lo que socava la confianza en nuestras sociedades y polariza nuestras políticas”.
Pero también se alza por el exacerbado uso de las emociones, siempre presentes en la liza pública, pero hoy soliviantadas por un nuevo tipo de comunicación más directa, inmediata, masiva y universal. Los mensajes, a veces anónimos, seducen y contribuyen a crear relatos sobre los que construir una realidad que en tiempos pretéritos tardaba décadas en levantarse. Contenidos que pueden tener un origen malicioso, en donde se manipula la realidad, pero también una variada gama de interpretaciones que puedan contribuir a esclarecer situaciones confusas.
La construcción de las naciones es el vivo ejemplo de la puesta en escena de una estrategia colectiva en la que, mediante la educación, el servicio militar obligatorio, la burocracia y prácticas de comunicación masiva de diversa índole, grupos de individuos y colectividades pueden llegar a tener un sentimiento común de comunidad. En ese proceso, el odio al invasor o a quien amenazara la supervivencia soberana es un factor de indudable éxito para facilitar la cohesión grupal. Los partidos políticos, en su momento de máxima efervescencia, no fueron ajenos a esas prácticas. Tampoco dejó de darse este fenómeno en las iglesias, aunque el odio al opuesto tuviera otros matices; sin embargo, la confrontación excluyente sigue viva hoy con expresiones diferenciadas.
Noviembre es el mes de la patria en Panamá. Como es bien sabido, la existencia de Panamá como Estado soberano está estrechamente ligada a la construcción del canal interoceánico, así como al ascenso de Estados Unidos como potencia mundial destinada a ser hegemónica. Términos como “destino manifiesto”, “el palo y la zanahoria”, “la política de las cañoneras” y “buena vecindad” se fraguaron en las primeras décadas del siglo XX en el entorno del Istmo, configurando un imaginario que se extendería a toda la región. Mientras que el dólar es la moneda de uso corriente de la sociedad y de la economía panameña, en noviembre la bandera ondea por doquier y los desfiles festivos, no militarizados, están presentes en las calles.
Este escenario da lugar a un tipo de polarización cuyo sentido hoy no llega a tensionar los patrones de convivencia, aunque el amor y el odio se solapen como contrapuestos significantes. La encuesta de ciudadanía y derechos del CIEPS de este año, dirigida por el sociólogo Jon Subinas, muestra que para el 83,4% de los encuestados el canal debe permanecer en manos panameñas, si bien el 70,2% está muy en desacuerdo o en desacuerdo con que sus beneficios estén llegando a la sociedad panameña, a pesar de que el 70,4% se siente orgulloso de que el canal pertenezca a Panamá. Para el 46,2%, Estados Unidos debería ser el aliado por excelencia y hoy un 39,4% sigue pensando que los estadounidenses administraron mejor el Canal. El 69,5% mantiene que es real la intención del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de retomar el canal.
Amor y odio, en un país donde, a tenor de su tamaño, la diversidad cultural y ecológica es enorme y la desigualdad territorial y socioeconómica es la más marcada de la región, se conjugan con una intensidad limitada, a diferencia de la mucho más dramática polarización que se vive en el vecindario. Del lejano “patria o muerte” a las sofisticadas campañas actuales que cancelan al oponente, la polarización sigue incubándose sobre el lado emocional de la existencia. El discurso del odio deja de ser pura retórica. Aquel sueño de la razón que se decía producía monstruos queda hoy relegado frente a relatos digitales donde lo legal, lo racional y la deliberación quedan marginados.
El autor es director de CIEPS - Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales (AIP-Panamá). Latinoamérica21.
