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Aumento de penas: la salida fácil (y falsa) a los problemas de criminalidad

En su libro Reglas: una breve historia de lo que gobierna nuestras vidas, Lorraine Daston, directora ejecutiva del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia, explica cómo la historia de las reglas es también la historia de la sociedad humana. Nuestra vida está gobernada por reglas desde que nacemos; estas son omnipresentes y abarcan desde las leyes hasta los algoritmos, desde la forma correcta de ordenar una mesa, pasando por los protocolos de los actos presidenciales, hasta la manera en que deben organizarse los artículos en este periódico.

Dentro de este cúmulo de reglas nos enfocaremos en las leyes penales. Su creación requiere conocimientos técnicos que van más allá de la labor legislativa. Es cierto que demandan un manejo crítico del derecho penal y de sus instituciones para construir el artículo que formula el tipo penal. Pero es precisamente allí donde radica nuestra limitación para combatir la criminalidad.

Si un gobierno quisiera disminuir la criminalidad lo más posible, tendría que averiguar y entender las dinámicas de sus causas. Este trabajo no corresponde al derecho penal, sino a la criminología. Ciertamente, el abogado penalista o el diputado pueden redactar una norma, pero la criminología diseña una política pública; y esto va mucho más allá de la mera redacción de un artículo.

Cambiar las penas de 4 a 8, de 6 a 10 o de 10 a 30 años cada cierto tiempo no impedirá que los delitos se sigan cometiendo (es bien sabido que, en general, los criminales no se detienen a echar cuentas antes de actuar). De hecho, lo más probable es que el aumento de penas ni siquiera incida de forma directa en el número de delitos registrados. Esta situación es fácilmente verificable en artículos académicos y estadísticas gubernamentales, si hubiera voluntad de consultarlas.

El populismo penal es un viejo y conocido mal de la política, no solo de nuestra sociedad o de nuestro tiempo. Este tipo de modificaciones superficiales pertenecen más al orden de la ficción que al del derecho, actuando como placebos políticos para omitir tratar el problema de fondo.

Cuando evaluamos a los políticos por el número de leyes que presentan, antes que por su calidad, nos hacemos cómplices activos de una carrera de ratas. Lo importante deja de ser el cómo y pasa a ser el cuándo. El problema deja de ser entonces cómo evitar el delito y pasa a ser quién propuso primero cualquier cosa sobre el tema. Y esta complicidad se extiende a otros grandes asuntos pendientes de resolver en nuestro país.

Queremos que todos los investigados por delitos estén presos mientras se resuelve su caso, pero nos quejamos de que las cárceles estén llenas. Queremos que estén hacinados, que su comida sepa mal y nos quejamos por tener que mantenerlos con nuestro dinero. Queremos que alguien se ocupe del problema. Queremos que lo hagan rápido, de forma barata, en silencio y, si es posible, fuera de nuestra vista. Queremos acabar con los criminales, pero no intentamos prevenir que surjan nuevos.

Todos aquellos que hoy están en la cárcel —sea que cumplan 8, 10 o 30 años— volverán a la calle a hacer lo mismo. Y para cuando eso suceda, lo único que habrá cambiado en nuestra sociedad será la duración de las penas.

En Panamá este problema ya fue abordado en la Ley 328 de 2022 que, entre otras cosas, conformó un Consejo Nacional de Política Criminológica como espacio multilateral para atender la criminalidad desde sus múltiples causas. En la práctica, es poco lo que se consulta y menos aún lo que se escucha a los expertos. Una lástima.

Ojalá llegue un momento de lucidez colectiva y reconozcamos que la política pública no da votos, pero al menos intenta ofrecer resultados reales y duraderos que trascienden cualquier periodo de gobierno.

El autor es consultor en temas legales, parlamentarios y políticos.


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