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Ciencia y juventud: cuando la esperanza se escribe con datos

Hablar de educación científica en Panamá puede parecer un lujo. Hoy es una necesidad urgente.

En los últimos meses, el país ha vivido protestas sociales que han paralizado actividades en muchas comunidades, escuelas y centros de investigación. En octubre de 2023, manifestaciones masivas contra el contrato minero con First Quantum Minerals bloquearon vías principales del país, hasta que la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la Ley 406 en noviembre de ese año.

Temas como la crisis en la Caja de Seguro Social y el debate sobre el contrato minero han movilizado a la sociedad. A pesar de esos bloqueos y dificultades, hubo jóvenes que se mantuvieron fervientemente avanzando. Uno de ellos es Ángel Machuca, mi “mentee”.

Ángel tiene 16 años, vive en Chiriquí y participa en el programa Jóvenes Científicos de la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Senacyt). Este programa busca fomentar el contacto directo con la investigación científica, desarrollar habilidades de estudio e incentivar vocaciones científicas y tecnológicas, siempre con el acompañamiento de un mentor.

Desde febrero de 2025, acompaño a Ángel en el proyecto CONTAGRISA, que investiga la calidad del agua del río San Félix y la playa Las Lajas a partir de indicadores biológicos —como macroinvertebrados acuáticos— y análisis fisicoquímicos, bajo el enfoque One Health, que integra la salud del ambiente, los animales y las personas.

En Panamá, el uso de macroinvertebrados acuáticos como bioindicadores comenzó en la década de 2000. El índice biótico BMWP/PAN fue calibrado y validado por Cornejo et al. (2017); posteriormente se desarrolló el Protocolo de biomonitoreo para la toma adecuada de muestras (Cornejo et al., 2019) y la Guía de identificación de invertebrados acuáticos para su correcta aplicación (Cornejo et al., 2023), de las cuales tengo el honor de ser coautora.

Estas herramientas científicas fueron desarrolladas en el Instituto Conmemorativo Gorgas de Estudios de la Salud (ICGES) y se aplican en CONTAGRISA para evaluar la calidad del agua. La crisis del río La Villa, en Azuero, afectado por residuos agroindustriales, heces humanas, desechos porcinos y agroquímicos, es un ejemplo de esta urgencia científica. En junio de 2025, la contaminación del río obligó a suspender las operaciones de cuatro plantas potabilizadoras, afectando a más de 200 mil personas.

Este proyecto es mucho más que una experiencia educativa: es un esfuerzo por generar conocimiento útil para la comunidad y una herramienta para crear conciencia sobre los riesgos de la contaminación hídrica. Panamá necesita más jóvenes que comprendan estas complejas relaciones y propongan soluciones informadas y responsables.

Como mentora científica y panameña que cursa un posgrado en Contaminación y Toxicología Ambiental en la Universidad del País Vasco (España), mi rol trasciende la revisión de informes. Gracias al programa de Senacyt, puedo transmitir a Ángel el conocimiento que adquiero, adaptándolo para que tenga impacto en su entorno local.

Juntos discutimos resultados, compartimos hipótesis, aprendemos a identificar invertebrados bioindicadores e interpretamos datos bajo estándares científicos. Ángel no solo recibe información: cuestiona, propone y comunica.

Nuestro acompañamiento ha persistido a pesar de los desafíos del país, los bloqueos y las limitaciones logísticas. Ángel me dijo con convicción durante una reunión: “Ser joven en Panamá no es fácil, pero no todo está perdido. Yo puedo lograr un cambio, aunque sea pequeño”.

Esa certeza, modesta pero poderosa, demuestra que la curiosidad y el compromiso pueden vencer la incertidumbre. Gracias al programa Jóvenes Científicos, Ángel desarrolla competencias científicas y descubre su voz como agente de cambio. Desde esta experiencia concreta y local se siembra una visión de país que apuesta por el conocimiento y la acción responsable.

Hace algunos años escribí en esta misma columna que quería ser científica. Hoy reafirmo esa vocación, reconociendo que no estoy sola. Hay toda una generación que comparte ese sueño.

La educación científica no es un privilegio, sino un derecho y una herramienta fundamental para que las nuevas generaciones enfrenten desafíos tan urgentes como el cambio climático, la seguridad alimentaria y las enfermedades emergentes.

Jóvenes como Ángel están demostrando con hechos que, pese a las dificultades, la ciencia y la educación son motores para el cambio, y que la esperanza también puede escribirse con datos.

La autora es egresada del Laboratorio Latinoamericano de Acción Ciudadana 2019.


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