Nací en un país que nació de una venta. Para precisar, una venta de 10 millones de dólares. Una venta de tierra. Si lees los contratos, la historia y las noticias: de personas, de identidad, de vidas.
Fue esta la primera lección que aprendí en mi clase de historia y la que, por muchos años, me perseguiría de manera anónima, sin darse nunca a conocer entre los sucesos externos que me rodearían durante aquella década formativa a la que llamamos la adolescencia. No sería hasta años después que me percataría de su presencia omnipotente, la venta que vino primero, la primera en la fila de muchas otras, cimientos de piedra en la identidad de un país y un pueblo.
Tomamos aquella primera venta y la transformamos en una doctrina, una base ideológica, que, sin darnos cuenta, es la manera en la que gobernamos, vivimos, soñamos.
Remarqué por primera vez la existencia de esta doctrina cuando, a los ocho años, adquirí las primeras semillas de conciencia política en las primeras elecciones que recuerdo: aquellas del 2009. Entendí, rápidamente, que las elecciones eran una forma de venta también, una en la cual un país se vendía como un supermercado, con productos listos para consumir, vendidos poco a poco, a candidatos a su vez vendidos a corporaciones corruptas, empresarios bañados en nepotismo. No tardaría en darme cuenta de la perpetuidad de esta doctrina, de su fuerza y su entrega en todas las ramas gubernamentales, sociales y económicas.
La educación, aprendí también, era un proceso de venta y no solo de la perspectiva política y los continuos escándalos de corrupción que han rodeado al Ministerio de Educación, sino también dentro de las mismas escuelas.
En un proceso de borro (el cuál aprendí, es el mecanismo más importante de una venta, ya que tras vender hay que borrar toda la evidencia). Nuestros libros escolares nos contaban una historia nacional que glorificaba la venta del país y borraba toda la evidencia de la invasión de 1989, de aquellas vidas tomadas, como daño colateral.
Y estas no son las únicas vidas que hemos vendido. Vendimos vidas durante la pandemia, a través de contratos para hospitales modulares y procesos de reapertura marcados por corrupción y oportunismo. Vendemos las vidas de pacientes con cáncer. Vendemos nuestra tierra a mineras, descartamos el futuro ambiental y social del país como hemos continuamente descartado las vidas, posibilidades y valor de millones de panameños.
El dicho “progreso” acaricia nuestros lares, y en Colón, nosotros le vendemos nuestra arena. Arena sin la cual nuestro ecosistema y el futuro de todos, peligra. Aprendimos a venderlo todo y no nos damos cuenta que nos estamos quedando sin nada.
Ahora nos preparamos para otro ciclo de elecciones. Otra onda de candidatos con promesas que son más como comerciales y campañas que ignoran las realidades y problemas complejos que afectan a panameños por todo el país. ¿Cómo y cuándo vamos a abarcar la realidad que Panamá se queda atrás, en comparación a países vecinos en temas como el matrimonio igualitario o la educación sexual? ¿Continuaremos vendiéndonos a mineras con contratos ilícitos o fomentando proyectos de hidroeléctricas que no solo tienen grave impacto ambiental, pero que ponen en riesgo a comunidades enteras? Son preguntas que debemos mantener en la discusión estas elecciones.
Por mi lado, yo, como muchos otros panameños, continúo tomando notas. He aquí una recopilación de lo aprendido. Espero que cuando el día del examen llegue, la lección nos quede clara a todos.
La autora es estudiante

