Bastan dos o más actores para, en secreto, poner juntos y en orden afirmaciones con el objeto de que sirvan un propósito o un resultado, sobre asuntos de interés, pero desconocimiento, del público. Así nace la conspiración, del útero de conspiradores. Pueden afirmar que no son antivacunas, pero elaboran, divulgan y diseminan la patraña contra las vacunas. La creencia en las teorías conspirativas ha resultado en el rechazo para seguir las recomendaciones de salud pública para proteger contra la enfermedad, casos y muertes, muertes innecesarias y evitables, costosos montos en gastos hospitalarios, el abandono de la vacunación para los niños y, entre otras cosas, los prejuicios contra la ciencia y la medicina.
Ni ayer ni hoy ha sido difícil armar teorías de conspiración: nunca la nave Apollo alunizó, John F. Kennedy no fue asesinado sino hospitalizado en una institución psiquiátrica, las torres gemelas de New York las demolió la CIA para justificar la persecución y muerte de Bin Laden, el Servicio Secreto Británico -casi que James Bond- mató a la Princesa Diana, la pandemia de covid-19 no existió, nunca se aisló ningún virus causal de tal pandemia, las Naciones Unidas quieren acabar con la población mundial mediante la aceptación del matrimonio igualitario y la homosexualidad, el Dr. Faucci se asoció con los chinos para hacer deliberadamente una guerra biológica contra Occidente, Marruecos ha provocado la Dana de Valencia, mediante técnicas de geoingeniería y el programa HAARP (Investigación de Auroras Activas de Alta Frecuencia, por sus siglas en inglés). No se ha terminado la labor de rescate de las víctimas de tal desastre y la narrativa conspirativa emerge con el único detestable propósito de oponerse al razonamiento concienzudo y científico de serios estudios y negar o minimizar la responsabilidad de las actividades humanas como causa del cambio climático. Así es como, cada noticia de interés evoca la inspiración de los conspiradores.
Esta nueva conspiración sobre la geoingeniería, me recuerda el libro de Dieter Eisfeld, El Genio, donde Yan Zabor (nombre que tomé como pseudónimo para escribir en un periódico clandestino, durante la dictadura narco-política-militar de Manuel Antonio Noriega) es un genio de la física, también alemán, que desarrolla una máquina que controla el tiempo atmosférico para beneficio del hombre, pero los apetitos de ese mismo hombre, llámese político, empresario o soldado, convierten la máquina en un instrumento de dominación.
Que “muchos encuentran verdades ineludibles en sus argumentos” parece un calco de “Creer en locuras no es la señal para que alguien sea rechazado”, la frase electorera de J. D. Vance, el candidato que ofertó el Partido Conservador de los Estados Unidos, para completar la terna presidencial junto con Donald Trump. Tampoco significa que en ese encuentro de “verdades ineludibles”, dada la oportunidad para ser asertivos, aplaudan disparates como desacreditar probadas vacunas, que se le ha asignado a Robert Kennedy Jr., quien compara la vacunación con el Holocausto. Cuando las verdades ineludibles sobre las vacunas, son manipuladas con un propósito de crear rechazo, violencia, incluso enfermedad y muerte, corresponde a personas educadas en la medicina y las ciencias, responsablemente tomar partido con argumentos científicos y no conspirativos.
No se puede pasar por alto preguntarse cada vez, ¿cómo y por qué?, los Estados Unidos, con menos de una quinta parte de la población mundial, experimentó el veinte y cinco por ciento de las muertes por covid-19. Porque científicos influyentes intentaron minimizar y hasta negar lo que se estaba viviendo: enfermos y muertes en chorro por una causa, inicialmente no bien conocida pero luego aislada, lo que permitió que se elaboraran las primeras vacunas. Porque el gobernante de ese país, prefirió ocultar la verdad de lo que se conocía y desconocía para configurar una imagen de éxito, falsa y criminal. Y todavía tengo que oír y leer, de hombres de ciencia y médicos, con terrible incredulidad y decepción, las mismas mentiras y conspiraciones, que sitúan a las gentes en ese punto de no saber a quién escuchar, a quién creerle, en quién confiar, quién es el experto y quién no, quién dice y quién no dice la verdad, quién honra y quién deshonra Primun non nocere (“Primero no hacer daño”). Trágicamente mercadean la duda, deshonran la verdad y la experiencia, abrazan la irracionalidad. Pero, de repente esta respuesta es muy simple y está muy al alcance.
En la trágica comedia del macartismo de los años 50s, la paranoia política contra el comunismo en los Estados Unidos, el “el miedo rojo”, que justificó la represión y persecución política contra la izquierda ideológica, liderara por el senador Joseph R. McCarthy, se utilizaron, entre otros instrumentos narrativos, las acusaciones públicas de deslealtad al país, sin pruebas, para suprimir la oposición y se inició una cacería de brujas desde la posición senatorial que le daba privilegios para alimentar la conspiración. Algo similar como ocurre hoy día en un Senado sumiso a Donald Trump, con deseos de venganza, lenguaje patán y hábitos peores.
Tanto la paranoia como las teorías de conspiración tienen asidero en la enfermedad mental, en la sospecha de las intenciones de otros, en visiones negativas de la autoestima, en la sobreestimación de los valores personales, como es el narcisismo, o, quizás más enfermizo, en el deseo de hacer daño a otro u otros. Por ejemplo, en los centros académicos de ciencia y medicina, se descubre como respuesta al rechazo, que percibe el teórico en esos campos de su investigación y desempeño médicos. Todavía hoy, se promueve un pánico casi religioso, contra los Illuminati del siglo XVIII o la masonería del siglo XIX pero, también contra “nuevas amenazas”: las feministas, lesbianas y homosexuales, el matrimonio igualitario, los liberales o izquierdistas, el progresismo o la ideología “progre”, los inmigrantes ilegales, los medios y, en organismos mundiales, la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas, o instituciones nacionales como la Administración de Alimentos y Drogas (FDA, por sus siglas en inglés), o el Centro de Control de Enfermedades (CDC). Cada uno puede extrapolarlo fácilmente al nivel nacional nuestro.
Hay algunos que creen que no es paranoia lo que afecta a los creadores de teorías de conspiración. Quizás no en todos, pero sí en una forma algo diferente de la paranoia clínica, donde el individuo se siente en el centro de la observación, de la mala habladuría, del señalamiento y hasta de la persecución, mientras que la paranoia de la conspiración es menos personal, abarca el estado, el país, el mundo.
Pero hay más y puedo continuar. ¿Recuerdan cuando se propuso enfermar a toda la población para crear anticuerpos cuando no había vacunas contra covid-19? Lo propuso el Dr. Paul Alexander, una persona con “verdades ineludibles en sus argumentos”, epidemiólogo del Departamento Norteamericano de Salud y Servicios Humanos, durante la administración de Donald Trump. ¿Cuántos muertos para esa primitiva forma de crear anticuerpos? ¿Es que no importaban quiénes murieran porque los ancianos ya habían vivido bastante y los niños no iban a enfermar ni a morir? Y cuando se tuvo una vacuna, ¿cómo una campaña sin horario contra la vacunación produjo millones de muertos engañados?
En el mundo imaginario de Donald Trump y otros teóricos de conspiraciones, la pandemia no era tal pandemia, la infección no iba a llegar ni a propagarse en los Estados Unidos, no había por qué usar máscaras sino abrir los negocios y las escuelas, las vacunas eran imperfectas y experimentales y otro montón de sandeces porque él, si se infectaba, recibiría, como recibió, toda la atención médica para que no muriera y, ni siquiera enfermara, como también la recibirían los políticos poderosos de su partido, mientras morían médicos, enfermeras, personal hospitalario luchando con los pacientes contra una enfermedad real, seria y mortal, con secuelas duraderas entre los sobrevivientes. ¡Cuánto inigualable conspirador nos hace tanto daño!
El autor es médico