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Correlación no es causalidad: la trampa que alimenta la desinformación

En ciencia, pocas confusiones resultan tan peligrosas como confundir correlación con causalidad. Dos hechos pueden ocurrir al mismo tiempo y parecer vinculados, pero eso no significa que uno cause al otro. Esta confusión, sin embargo, ha servido de caldo de cultivo para algunas de las teorías más dañinas de los últimos años.

El ejemplo más claro y doloroso es la falsa asociación entre vacunas y autismo. Hoy sabemos que aproximadamente 1 de cada 36 niños recibe un diagnóstico de autismo, según datos recientes de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos. En 2021 la cifra era de 1 en 44 y en 2006 de 1 en 110. A primera vista, el aumento podría parecer alarmante.

Pero la explicación no está en las vacunas. Lo que ha cambiado es nuestra capacidad para detectar lo que siempre estuvo allí:

  • Los profesionales de salud cuentan con mejor entrenamiento.

  • Los criterios diagnósticos se han ampliado.

  • La conciencia social sobre el autismo es mucho mayor.

Hoy se reconocen casos que antes pasaban desapercibidos. No existe una prueba única para diagnosticar el autismo; se requiere observación clínica experta, lo que hace que los diagnósticos dependan del contexto, la capacitación y el acceso a la salud.

A pesar de esta evidencia, algunos estudios metodológicamente débiles han intentado vincular vacunas y autismo. Uno de los más recientes, publicado en Public Health Policy Journal, ilustra cómo un mal diseño puede generar conclusiones engañosas. El trabajo se limitó a niños de 9 años afiliados a Medicaid, sin justificar la elección de esa edad ni distinguir diagnósticos tempranos de tardíos. Ignoró los cambios en los criterios diagnósticos entre 1999 y 2011, omitió datos clave de la primera infancia y careció de controles adecuados.

Lo más grave fue su interpretación: los niños vacunados aparecían con más diagnósticos de autismo, no porque las vacunas fueran responsables, sino porque tenían más contacto con el sistema de salud y, por ende, más posibilidades de recibir un diagnóstico. El estudio confundió correlación (más visitas médicas y más diagnósticos) con causalidad (vacunas que supuestamente “causan” autismo).

Este error metodológico no es menor: cuando se presenta como “ciencia”, siembra dudas y erosiona la confianza en una de las intervenciones más seguras y efectivas de la historia. Frente a estos trabajos defectuosos, estudios serios han abordado la pregunta con rigor. Uno de los más citados es el realizado en Dinamarca, que analizó a más de 650 mil niños y concluyó con contundencia: no existe relación entre la vacuna triple viral (sarampión, paperas y rubéola) y el autismo.

Investigaciones bien diseñadas y con grandes poblaciones confirman lo que sabemos desde hace décadas: las vacunas no causan autismo. Cuando alguien afirma: “Las vacunas y el autismo aumentaron al mismo tiempo, entonces una debe causar la otra”, comete una falacia lógica. Es como decir que practicar yoga provoca obesidad porque ambos fenómenos crecieron en paralelo.

En un mundo saturado de información y desinformación, esta es una lección que debemos repetir con fuerza. Porque de ella depende mantener la confianza en la ciencia, proteger la salud de nuestros niños y construir sociedades inmunes no solo a los virus, sino también a la manipulación de los datos.

El debate sobre vacunas y autismo nos recuerda algo esencial: no basta con observar coincidencias; hay que comprender contextos, mecanismos y evidencias sólidas. Dudar no es debilidad, es la esencia de la ciencia. Pero hay que dudar con criterio, no con desinformación.

La confianza en las vacunas —y en la salud pública en general— depende de que sepamos distinguir coincidencias de causas reales. Y esa, hoy más que nunca, es una responsabilidad compartida.

La autora es pediatra.


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