La crisis de valores por la que atravesamos, como personas y como sociedad, nos ha llevado al deterioro de las estructuras que nos rigen de forma colectiva. De manera que este es un momento oportuno y obligatorio para hacer un alto y corregir el rumbo que llevamos, de otra manera la nación pagará muy caro el incremento a niveles insospechados de nuestras debilidades y fallas.
Los panameños hemos adoptado una actitud destructiva, pues la descalificación permanente y los intereses personales llevan a una pérdida de la confianza en todos los sectores de la sociedad. Hay muy pocos ciudadanos que en estos momentos se atreven a opinar sobre la realidad nacional, sin ser ignorados, despreciados o lapidados por considerar, con o sin razón, que hablan con una agenda oculta en defensa de sus propios beneficios, o peor, que representan o defienden de manera solapada los intereses ocultos de terceros. Nadie cree en nadie.
Pero, ¿cómo pierde la sociedad la confianza y cómo se recupera esta para evitar la pérdida del interés y la participación social que requieren los sistemas democráticos saludables?
Hay varios elementos que determinan la pérdida de confianza en una sociedad, entre otros: la falta de justicia, que se refleja cuando los ciudadanos perciben que hay selectividad en la aplicación de las leyes y existe una aparente impunidad inexplicable frente a casos de corrupción y violencia; la incapacidad de los dirigentes políticos de actuar por el bien público y representar solo sus intereses o los de sus partidos, creando un sistema de privilegios y beneficios que garantizan su enriquecimiento y permanencia en el poder; la falta de oportunidades en un sistema económico que brinda bienestar para unos pocos y estrecheces y penurias para la mayoría; y la mala o pésima calidad en la cobertura y la prestación de los servicios de atención médica, seguridad, agua y educación requeridas por la sociedad.
¿Qué hacer? Es necesario trabajar sobre la justicia para hacer del sistema judicial un mecanismo efectivo y oportuno. La justicia es el elemento que, bien aplicado, pone freno a los abusos y desmanes de los poderosos y delincuentes de cuello blanco pero, a la vez, le da al resto de los ciudadanos la tranquilidad de que la justicia es para todos, de que hay certeza del castigo, y que no hay amigos ni cómplices que los proteja.
Los políticos deben hacer más y hablar menos; con coherencia, con transparencia y de manera contundente en beneficio de los ciudadanos, no de sus familiares, amigos o copartidarios. Los políticos deben entender que son representantes del pueblo que los elige y no seres superiores que merecen hacerse de prebendas y negocios para su propio beneficio. Tienen que actuar con buena voluntad, con humildad y mucho trabajo, no solo con el fin de resolver los problemas, sino con el propósito de hacer cambios al sistema, ya que de otra manera los problemas persisten y las crisis se siguen repitiendo.
Para restablecer la confianza hay que tener actitud y aptitud. Se requiere independencia, integridad e idoneidad en los dirigentes políticos y servidores públicos al momento de tomar decisiones que afectan la vida de los ciudadanos. Tenemos que establecer la rendición de cuentas, tanto en el gobierno como en la empresa privada, cuando se trata de fondos públicos, para así controlar la discrecionalidad, el mal uso y el despilfarro de los recursos públicos.
No esperemos que la salida de la crisis de confianza surja de manera voluntaria de los políticos. En un sistema corrupto e injusto como el que tenemos –donde además ellos son parte–, los cambios tendrán que empujarse desde afuera del sistema, desde la sociedad civil, unida y organizada. Los diferentes grupos establecidos y por establecer deben buscar la manera de cambiar ese cinismo, esa resignación o ese alejamiento que la mayoría de los ciudadanos refleja, por una participación propositiva, entusiasta y militante para presionar por los cambios institucionales y de actitud que requiere nuestra cultura política y que exige el futuro de este país.
La clase política y los ciudadanos no debemos dudar de que la pérdida de confianza social pone en peligro el sistema democrático. Es la confianza la base que promueve y permite la participación, el diálogo, las propuestas de solución y los acuerdos en cualquier sociedad, y ante su ausencia la situación degenera en protestas, rechazos y cambios que reflejan el agotamiento de la paciencia y la tolerancia del pueblo. Esto degenera, indefectiblemente, en un estado de ingobernabilidad que todos sabemos cómo comienza, pero nadie sabe cómo termina.

