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Cuando el apellido no basta

En Panamá, muchas empresas forman parte del grupo de compañías familiares. Muchas comenzaron con una idea sencilla, mucho trabajo y una familia apostándolo todo. Hoy, esas empresas generan empleos, sostienen comunidades y han crecido junto al país. Pero muchas enfrentan una conversación incómoda que, por lo general, se evita hasta que ya es tarde: “¿Y después de ti, quién sigue?”.

Hablar de relevo generacional no es solo hablar de quién firma los cheques. Es hablar de visión, de liderazgo, de preparación. Y ahí es donde empiezan los tropiezos. Porque en muchas empresas familiares, el apellido sigue pesando más que la trayectoria. Ser hijo o nieto del fundador se interpreta como garantía de capacidad. Pero la sangre no reemplaza la experiencia. Y querer a la empresa no significa saber dirigirla.

En mi trayectoria profesional, dada mi especialidad, he visto historias de hijos que toman las riendas por compromiso, sin vocación ni preparación. También he visto a padres que se resisten a soltar, incluso cuando ya no comprenden del todo los cambios del mercado. Y no son casos aislados. Es más común de lo que se admite en voz alta. Mientras tanto, la empresa se convierte en un terreno minado de decisiones aplazadas, tensiones familiares y liderazgo confuso.

Tampoco ayuda que, en muchos casos, los jóvenes que entran a la empresa lo hagan por inercia. Porque “les toca”, no porque estén listos. Llegan directo a puestos altos, sin haber pasado por el camino que forma carácter: el error, la presión, el trabajo desde abajo. Y peor aún: muchas veces nadie se atreve a decirles que no están preparados. Que su apellido abre puertas, sí, pero no las mantiene abiertas.

Ese silencio se paga caro. Lo que empieza como un gesto de confianza familiar puede terminar en una cadena de malas decisiones. Cuando no hay un relevo bien planificado, la empresa pierde rumbo, los equipos se desmotivan y los conflictos internos se vuelven inevitables. No es casualidad que tantas empresas familiares no sobrevivan más allá de la segunda o tercera generación.

Pero no todo son malas noticias. Hay un camino distinto, y ya algunas empresas panameñas lo están recorriendo. Son las que se atreven a hablar del futuro sin miedo. Las que no solo forman a sus hijos, sino que también los evalúan con objetividad. Las que crean estructuras como consejos de familia, protocolos de sucesión y criterios claros para asumir roles de liderazgo. Las que entienden que el amor por la empresa no exime del deber de profesionalizarla.

Tampoco se trata de sacar a la familia de la gestión. Al contrario. Muchos de los valores que sostienen a las empresas familiares —como el compromiso, la ética, la visión a largo plazo— son fortalezas valiosas. Pero esos valores deben ir de la mano con una gestión moderna, con métricas, con planificación, con decisiones que respondan al negocio, no solo al afecto.

En algunos casos, el relevo ideal está dentro de la familia. En otros, no. Y reconocerlo no debería ser motivo de culpa, sino de madurez. Lo importante no es que el apellido siga en la puerta, sino que la empresa siga viva, relevante y fuerte. Eso también es un legado.

Panamá necesita que sus empresas familiares piensen en el largo plazo. Que no vivan solo del prestigio del fundador, sino que construyan un modelo que trascienda generaciones. Empresas que vean en el relevo no una amenaza, sino una oportunidad para renovarse. Porque en un entorno económico cambiante, donde lo público a menudo no alcanza, las empresas sólidas, sostenibles y bien gestionadas juegan un papel clave.

Al final, la gran pregunta no es “¿a quién le toca?”, sino “¿quién está listo?”. Esa diferencia es crucial. Requiere humildad para reconocer fortalezas y límites. Requiere valentía para soltar el control cuando llega el momento. Y, sobre todo, requiere honestidad para hablar claro dentro de la familia, antes de que sea demasiado tarde.

El autor es Country Managing Partner – EY.


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