Vivimos en tiempos sombríos, donde la historia parece avanzar sin brújula y el vértigo se impone sobre la razón.
Lo advirtió W. B. Yeats hace más de un siglo, en su inquietante poema The Second Coming: “Todo se desmorona; el centro no puede sostenerse… la anarquía pura se ha desatado sobre el mundo”. La frase resuena hoy con una claridad escalofriante.
Como también lo hace la lúcida advertencia de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”.
Ambos capturaron lo esencial de los períodos de transición histórica: cuando el viejo orden colapsa y no hay aún una alternativa clara, el caos se convierte en terreno fértil para lo monstruoso.
Ese es el punto en el que nos encontramos hoy. El llamado orden internacional liberal, nacido en 1945 y consolidado tras el fin de la Guerra Fría, está actualmente en plena descomposición. Las reglas que lo sostenían —multilateralismo, cooperación, resolución pacífica de los conflictos, respeto al derecho internacional— se están erosionando aceleradamente ante la vuelta de la ley del más fuerte.
Un nuevo superciclo geopolítico se abre paso, caracterizado por la competencia sin restricciones entre grandes potencias, la fragmentación económica, la militarización de la política exterior y un desprecio cada vez más abierto por las normas globales.
La escena internacional es hoy una “tierra baldía”, un escenario hobbesiano donde las reglas no se respetan y lo que prevalece es el uso de la fuerza.
Gaza es ejemplo de esta barbarie: miles de civiles inermes asesinados, en su mayoría mujeres y niños, mientras el mundo asiste impávido a la destrucción sistemática de una población cercada.
En Ucrania, la agresión de Rusia ha provocado un sangriento conflicto armado en el que conviven una guerra de trincheras del siglo XX con las armas más sofisticadas del siglo XXI; guerra que acelera la carrera armamentista en Europa, hasta hace poco considerada la zona de paz por excelencia. La OTAN, nacida para contener el bloque comunista, ha resucitado —por la presión de Trump y la nueva amenaza de Putin— como maquinaria bélica expansiva, exigiendo a sus 32 miembros aumentar su gasto militar en plena era de crisis climática y desigualdad obscena.
A la vez, el conflicto entre Estados Unidos, Irán e Israel —hoy en paréntesis gracias a un frágil alto el fuego— evidencia la amenaza constante de las armas nucleares.
En medio de este tablero internacional complejo, volátil e impredecible —atravesado por una policrisis y una permacrisis—, la “bestia tosca” de la que hablaba Yeats, que se arrastra hacia Belén para nacer, adopta hoy nuevas formas: el resurgimiento del autoritarismo, el tribalismo identitario, el ultranacionalismo, el odio racial, el negacionismo climático, una renovada carrera armamentista —incluida la amenaza nuclear— y el peligro existencial de una inteligencia artificial sin regulación ni control democrático.
No hay un nuevo centro. Y sin centro, sin pacto, sin reglas, sin ética, lo que avanza no es el progreso, sino la regresión.
La historia no siempre marcha hacia adelante; a veces, gira en espiral hacia el abismo. Y ese abismo, si no actuamos con urgencia, responsabilidad y compromiso ético, está más cerca de lo que creemos.
Hoy más que nunca necesitamos de la poesía, del pensamiento crítico y, sobre todo, de la historia. No como refugios estéticos, sino como herramientas políticas y brújula moral. Yeats y Gramsci —como tantos otros— no son solo voces del pasado, sino advertencias urgentes que debemos escuchar con atención en este punto de inflexión, en esta ruptura de época. Porque en este claroscuro, si no somos capaces de construir alternativas justas y sostenibles, los monstruos no dejarán de multiplicarse… y la democracia será su víctima principal.
El autor es director y editor de Radar Latam 360