En Panamá, este fenómeno ocurre con una frecuencia desconcertante. Personas que se autoproclaman expertos —en urbanismo, transporte, medio ambiente o infraestructura— terminan siendo, en realidad, uno de los mayores obstáculos para el desarrollo nacional. Con discursos aparentemente técnicos, bloquean proyectos que podrían mejorar la calidad de vida del ciudadano, dinamizar la economía y modernizar al país.
El problema radica en que muchos de estos llamados especialistas confunden el conocimiento con el poder de veto. Saben manejar el lenguaje técnico, pero no comprenden el impacto humano, social ni económico de sus decisiones. Y, lo que es peor, gozan del favor mediático y político que convierte sus opiniones en dogmas.
La ignorancia ilustrada es una de las formas más dañinas de estancamiento nacional. Es la que frena obras de infraestructura necesarias, impide la innovación tecnológica o descalifica ideas visionarias con argumentos superficiales. El país se paraliza, no por falta de recursos, sino por abundancia de prejuicios disfrazados de conocimiento.
La verdadera inteligencia no teme al progreso; lo evalúa, lo mejora y lo impulsa. El falso experto, en cambio, teme perder su pequeña parcela de autoridad. Por eso alza más la voz, pero contribuye menos. Y mientras tanto, Panamá pierde oportunidades de desarrollo, de empleo y de bienestar colectivo.
Ser experto no debería ser sinónimo de freno, sino de guía. El conocimiento auténtico está al servicio del país, no de los egos. Panamá necesita menos opinadores de oficio y más hacedores de soluciones. Porque cada obra detenida por ignorancia disfrazada de ciencia es un futuro que se aplaza y empobrece.
“El especialista sabe cada vez más de menos cosas, hasta que llega a saberlo todo de nada.”— José Ortega y Gasset.
El autor es exdirector de La Prensa

