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Cuando los recursos naturales destruyen la democracia

En economía, el diagnóstico de los fallos del mercado (externalidades, bienes públicos, monopolios o competencia imperfecta) ha servido durante más de un siglo como brújula para justificar la intervención del Estado. Desde Arthur Pigou hasta Paul Samuelson, la tradición es clara: donde el mercado falla, el diseño público puede corregir ineficiencias y mejorar el bienestar social. Esta narrativa ha inspirado desde los planes de desarrollo de los años cincuenta hasta las políticas contemporáneas basadas en evaluaciones empíricas rigurosas.

Sin embargo, hay un problema fundamental: en la mayoría de estas visiones, la política aparece relegada, como si los gobiernos fueran actores neutrales, comprometidos únicamente con el bienestar colectivo. Tres justificaciones suelen respaldar esta omisión. Primero, la visión optimista de que los políticos buscan reelegirse adoptando políticas socialmente eficientes. Segundo, la idea de que la política es un factor aleatorio, a veces un estorbo, pero nunca estructural. Tercero, el credo de que “la buena economía es buena política”, en el sentido de que las medidas correctas terminan por relajar las restricciones políticas. El problema radica cuando no hay partido político ni deseos de reelección, y las correcciones de las supuestas fallas o reestructuraciones de la deuda se diseñan para privilegiar a corporaciones financieras en el poder.

El error es profundo. La política no es ruido de fondo ni un obstáculo circunstancial: es un componente estructural que puede convertir la supuesta buena economía en mala política. Un análisis económico que ignore esta tensión está incompleto y, en muchos casos, condenado al fracaso, como ocurre en Panamá. No basta con calcular costes y beneficios de manera técnica; hay que preguntarse cómo la eliminación de un fallo del mercado altera los equilibrios políticos y, en consecuencia, el futuro de la sociedad.

El ejemplo de los sindicatos ilustra este dilema. Según la teoría económica clásica, el poder monopolístico de los sindicatos genera ineficiencias al elevar salarios por encima del nivel competitivo y desalentar innovaciones. La recomendación estándar sería limitar su influencia. Pero esta mirada es parcial. Los sindicatos no solo fijan salarios: han sido actores políticos decisivos en la construcción de democracias modernas, desde el Partido Laborista británico hasta el movimiento Solidaridad en Polonia. Reducir su poder no solo erosiona beneficios económicos inmediatos, sino que también debilita contrapesos políticos que equilibran el dominio de las élites empresariales y políticas.

El equilibrio político, por tanto, no es independiente del fallo del mercado: depende críticamente de él. La “corrección” de una distorsión puede desencadenar una desestabilización institucional más costosa que el problema original. Así, medidas diseñadas para mejorar la eficiencia corren el riesgo de minar la democracia o reforzar desigualdades de poder y abrir la puerta a una izquierda no democrática en el 2034.

Este argumento obliga a repensar el rol del financista que ocupa el puesto de economista en un gabinete. El consejo técnico, sesgado al favorecer la financiarización sobre la microeconomía panameña, no puede abstraerse de la política. Debe identificar situaciones en las que economía y política entran en conflicto y evaluar si una intervención —aunque correcta en teoría— erosiona los contrapesos democráticos que sostienen la estabilidad social. Lo contrario es ofrecer soluciones “óptimas” en el papel, pero desastrosas en la práctica.

En suma, la tradición pigouviana sigue siendo valiosa, pero incompleta. El reto actual no es solo diseñar políticas que corrijan fallos del mercado, sino entender cómo esas correcciones redistribuyen poder, modifican incentivos colectivos y alteran el equilibrio político. La historia demuestra que ignorar esta interacción puede conducir a consecuencias no deseadas. La buena economía, si no incorpora a la política en su ecuación, puede convertirse en el peor de los consejos.

¿Habrá una izquierda no democrática en el poder en 2034 gracias al actual autoritarismo macroeconómico del paso firme? El vínculo entre economía y política se aprecia con claridad en el manejo de los recursos naturales. Desde el oro australiano hasta los diamantes de Sierra Leona, la manera en que se organiza la explotación de un bien determina no solo la eficiencia económica, sino también la distribución del poder político. En la última década, el corporativismo panameño, a punta de lacrimógenos y perdigones, ha mantenido abierta una concesión de minería de tierras raras cuya legalidad es cuestionada, que abastece sus arcas con bitcoins para ejecutar políticas clientelares.

En Australia, la fiebre del oro de 1851 no fue organizada por grandes monopolios, sino por miles de mineros independientes. La ineficiencia económica era evidente: congestión, sobreexplotación y pérdida de rentas. Pero esta estructura descentralizada permitió que los mineros se organizaran políticamente, dando lugar a demandas democráticas como el sufragio universal masculino y el voto secreto. El fallo de mercado, en este caso, sembró las bases de una política inclusiva.

El contraste con Sierra Leona es revelador. Allí, los derechos exclusivos de extracción de diamantes se concentraron en una empresa monopolística respaldada por élites locales. Desde el punto de vista técnico, la asignación era más eficiente. Pero las consecuencias políticas fueron devastadoras: ausencia de organización popular, consolidación del poder de las élites y, en última instancia, la cimentación de un régimen autoritario y corrupto.

La lección es clara: la eficiencia económica no puede evaluarse aislada de sus efectos políticos. Una “buena” medida que concentra rentas y fortalece a grupos dominantes puede terminar debilitando la democracia, generando desigualdad y, en última instancia, minando la propia estabilidad económica y abonando el terreno para un populista.

El caso de los sindicatos refuerza este punto. En Estados Unidos, tras décadas de políticas antisindicales y globalización, la afiliación cayó en picada. El resultado no fue solo un ajuste en el mercado laboral, sino un aumento sostenido de la desigualdad y una política cada vez más capturada por intereses corporativos. Del mismo modo, en Brasil, el surgimiento del Partido de los Trabajadores, liderado por Lula da Silva, nació de huelgas obreras que, aunque distorsionaban salarios, fueron decisivas para el retorno de la democracia.

Lo que emerge es un principio general: las políticas que debilitan contrapesos sociales y refuerzan a élites ya dominantes tienen un alto riesgo de volverse “mala política”, incluso si son “buena economía”. El análisis económico debe trascender la eficiencia estática y considerar el impacto dinámico sobre las instituciones.

Esto no implica romantizar las distorsiones. Nadie sostiene que los fallos del mercado sean deseables. Pero sí es necesario reconocer que, en ciertos contextos, eliminarlos sin atender al equilibrio político puede generar efectos más nocivos que los problemas que se buscaban resolver. El cobre en Panamá, el petróleo en Nigeria o el carbón en Sudáfrica son recordatorios de que la economía de los recursos no puede divorciarse de la política del poder.

Los economistas hoy convertidos en financistas, por lo tanto, deben abandonar la comodidad de los modelos asépticos y asumir la complejidad de la economía política. Ignorarla es condenar el análisis a la irrelevancia o, peor aún, a la complicidad con dinámicas que erosionan la democracia.

El desafío contemporáneo del gobierno del “paso firme”, obsesionado con reabrir la mina de tierras raras en Donoso, no es elegir entre buena economía o buena política, sino reconocer que ambas están entrelazadas. La tarea es diseñar políticas que corrijan fallos del mercado sin destruir los equilibrios políticos que sostienen la democracia y la cohesión social. De lo contrario, el remedio puede ser peor que la enfermedad: un Panamá más eficiente en apariencia, pero más desigual, más autoritario y menos libre, en la antesala del ascenso de la izquierda no democrática en el 2034.

El autor es médico sub especialista.


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