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Cuerpos bajo control: de Tigray a Panamá, la misma violencia con distinto rostro

Cuerpos bajo control: de Tigray a Panamá, la misma violencia con distinto rostro
Una mujer con un cartel que dice "Paren de matarnos". / Catriel Gallucci Bordoni/NurPhoto via Getty Images

“Nos aseguraremos de que las mujeres de Tigray no puedan tener hijos.”

El mensaje, escrito a mano en un trozo de papel plastificado, fue hallado en el lugar más impensable: el interior del cuerpo de una mujer. Estaba dentro de su cuello uterino, junto a tornillos oxidados, fragmentos de escombros y restos de metal.

La víctima, una mujer de la región oriental de Tigray (Etiopía), había acudido a un centro de salud aquejada de un dolor abdominal insoportable y una secreción fétida. El personal sanitario, al examinarla con un espéculo, descubrió los objetos insertados en su interior. Tras una intervención quirúrgica compleja, lograron extraer ocho tornillos y la nota, en la que se leía: “Nos aseguraremos de que las mujeres de Tigray no puedan tener hijos.”

Semanas más tarde, durante una revisión, los médicos hallaron un cortaúñas metálico alojado profundamente en su útero. La enfermera que la atendió aseguró que aquel no era un caso aislado. En los últimos meses, varios profesionales de la salud habían encontrado mensajes similares dentro de otras víctimas.

El espanto de esta historia forma parte del informe “Nunca podrás dar a luz: Violencia sexual y reproductiva relacionada con el conflicto en Etiopía”, elaborado por Physicians for Human Rights (PHR) y la Organización para la Justicia y la Rendición de Cuentas en el Cuerno de África (OJAH).

“Los patrones de agresión documentados reflejan una intención compartida por los perpetradores: causar daño a la capacidad reproductiva de las mujeres tigrayanas para impedir nacimientos dentro de este grupo étnico”, explica en entrevista virtual Lindsey Green, coautora del estudio. La investigación —la más exhaustiva hasta la fecha— recopila evidencias médicas y testimonios directos del personal sanitario para documentar la violencia sexual y reproductiva ocurrida en las regiones de Tigray, Amhara y Afar entre noviembre de 2020 y julio de 2024, período que abarca el conflicto armado etíope.

El informe analiza 515 historiales médicos y más de 600 encuestas a profesionales de salud, revelando un patrón sistemático de violaciones, mutilaciones genitales, esterilizaciones forzadas y torturas destinadas no solo a humillar, sino a erradicar biológicamente a las mujeres tigrayanas.

Más que una atrocidad individual, los investigadores describen estos crímenes como una estrategia bélica de limpieza étnica, donde el cuerpo femenino se convierte en campo de batalla y su fertilidad, en objetivo militar.

En Tigray, se les arrebató a las mujeres la posibilidad de ser madres; en Panamá, se les obliga a serlo. En ambos escenarios, el cuerpo femenino se convierte en territorio controlado, vigilado, disciplinado.

En Etiopía, los cuerpos fueron usados como armas de guerra. En Panamá, la legislación convierte la maternidad en una obligación incluso para niñas violadas. Aunque los contextos son distintos, el mensaje estructural es el mismo: la mujer no tiene derecho a decidir sobre su cuerpo.

La violencia de género no siempre llega con fusiles; a veces llega con leyes. En Panamá, el aborto está penalizado, salvo en casos muy limitados, y aun así muchas mujeres no pueden acceder a procedimientos seguros. Esto ha provocado que decenas de niñas, víctimas de violación, sean forzadas a continuar embarazos que son consecuencia de un crimen. Mientras tanto, quienes buscan interrumpirlos son perseguidas, señaladas o empujadas al silencio.

Esa también es una forma de violencia institucional: una violencia legalizada y encubierta bajo el discurso moral o religioso, que desconoce el sufrimiento humano detrás de cada historia.

En nuestro país y en gran parte de América Latina, el debate sobre el aborto sigue siendo un campo de batalla donde la religión, la política y la pobreza se mezclan de la forma más injusta posible. Los mismos sectores que se proclaman defensores de la “vida” son, curiosamente, los que menos hacen por garantizar una vida digna a quienes ya están vivos.

En los barrios más pobres del país, donde las jóvenes enfrentan embarazos no deseados sin educación sexual ni acceso a anticonceptivos, hablar de aborto no es hablar de “maldad”, sino de supervivencia. Sin embargo, la sociedad panameña —guiada por una moral religiosa profundamente selectiva— sigue juzgando con dureza a la mujer que aborta, mientras cierra los ojos ante las causas que la empujan a hacerlo.

La Iglesia católica y muchos grupos evangélicos en Panamá han impuesto una visión rígida del aborto, considerándolo un pecado imperdonable. Pero, ¿dónde está la compasión que tanto predican? Los templos se llenan de discursos sobre amor y misericordia, pero rara vez se abren sus puertas para acoger a las madres solteras, a las adolescentes abusadas o a los niños que nacen en la pobreza extrema.

Resulta hipócrita escuchar a quienes gritan “¡Defendamos la vida!” frente a un hospital, mientras callan cuando esa misma vida muere de hambre en un caserío sin agua ni alimentos. ¿De qué sirve defender la gestación si después se abandona a la criatura a un sistema que no garantiza ni salud, ni educación ni oportunidades?

La realidad es cruel: las mujeres ricas pueden viajar a otros países o pagar clínicas privadas para abortar en silencio. Las pobres, en cambio, deben arriesgar su vida en la clandestinidad. El aborto es un privilegio disfrazado de pecado. Quien tiene dinero lo compra; quien no, lo paga con su cuerpo o con su muerte.

Y aun así, las voces más poderosas —las que nunca pasarán hambre ni dormirán en un cuarto de zinc— insisten en decidir por las demás. En nombre de Dios, dictan leyes que condenan a las mujeres más vulnerables, mientras ellos mismos viven en un confort que les impide comprender la desesperación de una madre sin recursos.

La contradicción es evidente: un Estado que se declara “laico” pero que legisla bajo presión de grupos religiosos. Se prohíbe el aborto “para proteger la vida”, pero se recortan fondos para educación, salud y programas sociales. Se invocan principios morales mientras la corrupción roba el pan de las mesas humildes.

¿De qué moral hablan si esa moral solo sirve para controlar el cuerpo de la mujer pobre y asegurar votos de los más conservadores? El aborto, en Panamá, es un tema político disfrazado de fe.

Legalizar o despenalizar el aborto no significa promoverlo; significa reconocer que ninguna mujer debería morir por decidir sobre su propio cuerpo. Significa entender que la maternidad no puede ser una condena impuesta por el Estado ni por el miedo al infierno.

El verdadero pecado no es el aborto, sino la indiferencia. Es la hipocresía de una sociedad que prefiere castigar a la mujer antes que enfrentar la raíz de la miseria. Es la complicidad silenciosa de quienes, desde su púlpito o su curul, predican moral mientras ignoran la desigualdad que los rodea.

Panamá necesita un debate real, sin dogmas, sin miedo, sin rosarios en el bolsillo de los diputados. Un debate que ponga en el centro a las mujeres, especialmente a las que viven en la pobreza extrema. Porque mientras la religión siga dictando leyes y la política siga temiendo al clero, las mujeres pobres seguirán muriendo en silencio.

Y no hay nada más anticristiano que eso.

Hablar de aborto es hablar de poder. Poder sobre el cuerpo, sobre la libertad y sobre la dignidad de las mujeres. En América Latina, África y hasta en ciertos sectores de Europa, el control del cuerpo femenino sigue siendo una herramienta de dominación moral y política. Se nos repite que el aborto es “pecado”, “crimen” o “ofensa a la vida”, mientras millones de mujeres pobres mueren cada año por no poder acceder a un sistema de salud justo y libre de prejuicios.

El problema no es solo de leyes, sino de hipocresía. En sociedades donde los líderes religiosos dictan normas más influyentes que las constituciones, la vida de una mujer vale menos que una doctrina.

En Panamá, como en buena parte de América Latina, la religión ha impuesto una visión única de la maternidad: la mujer debe dar vida, aunque eso signifique perder la suya. En barrios donde la pobreza y la violencia sexual se mezclan con el abandono estatal, las jóvenes quedan atrapadas entre el miedo, el silencio y la condena social. Las iglesias, que proclaman defender la vida, callan ante los feminicidios, ante el hambre infantil, ante los abusos que destruyen cuerpos y almas.

Hablar de aborto en estas condiciones no es promover la muerte, sino exigir justicia. Es pedir que la vida tenga valor también después del nacimiento. Pero esa exigencia choca con un muro de dogmas levantado por quienes predican pureza moral mientras viven en el confort del privilegio.

La hipocresía religiosa global ha creado una trampa: se glorifica la maternidad, pero se desprecia a las madres pobres; se condena el aborto, pero se ignora el abuso sexual; se defiende la “vida”, pero se deja morir a las mujeres en silencio. La fe, usada como arma política, ha convertido los derechos humanos en privilegios selectivos. En todos los continentes, el mismo patrón se repite: los hombres con poder deciden quién puede vivir, quién puede morir y quién debe callar.

Defender la vida no puede significar castigar a las mujeres. Defender la vida es garantizar que ninguna niña sea obligada a parir a su violador. Que ninguna mujer muera por miedo a un juez o a un cura. Que cada persona tenga derecho a decidir sobre su cuerpo sin ser perseguida ni señalada.

El aborto no es el enemigo; el enemigo es la hipocresía. Esa hipocresía que se arrodilla para rezar, pero nunca se inclina para ayudar.

Hasta que el cuerpo femenino deje de ser campo de batalla, la libertad seguirá siendo una promesa rota, escrita con sangre, culpa y silencio.

La autora es narradora.


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