En la antigua Grecia, la política no era solo un poder; era parte de la vida cotidiana. En Atenas, cuna de la democracia, los ciudadanos no solo votaban: pensaban, debatían, cuestionaban. La política se vivía como un deber cívico. Todo comenzaba en la ágora, la plaza pública donde se discutían los asuntos importantes de la ciudad. Allí, sin intermediarios ni pantallas, los ciudadanos hablaban cara a cara sobre el destino común.
Sin embargo, esa democracia también se fue debilitando. Con el tiempo, aparecieron los demagogos: líderes que decían lo que el pueblo quería escuchar, pero sin compromiso real con la verdad. El discurso se volvió espectáculo. Las decisiones se tomaban no por reflexión, sino por presión emocional. Sócrates, filósofo que enseñaba a pensar con libertad, fue condenado por “corromper a la juventud” y por hacer preguntas incómodas. Así, la misma democracia que nació para dialogar terminó por eliminar el pensamiento crítico.
Hoy, siglos después, la historia parece repetirse en Panamá. Aquí también hubo una promesa de democracia. Pero poco a poco, la política se convirtió en un escenario de intereses personales, donde hablar bonito vale más que actuar con ética. Muchos ciudadanos han dejado de confiar en sus instituciones. Otros participan solo por interés y algunos ya no participan en absoluto.
Nuestra Asamblea Nacional, que debería ser un espacio de diálogo como la antigua ágora, está cada vez más alejada del pueblo. Se aprueban leyes sin consultar, se reparten fondos sin transparencia y se legisla con más cálculo político que responsabilidad ciudadana. Lo público se trata como si fuera privado y lo colectivo se negocia como si fuera negocio.
Mientras tanto, la ciudadanía observa desde lejos, cansada, confundida o resignada. Algunos protestan, otros se burlan, pero muchos simplemente ya no creen. En este ambiente, lo más grave no es la corrupción en sí, sino que ya no nos sorprende. Se ha normalizado. Hemos perdido la capacidad de indignarnos y también la esperanza de que las cosas puedan mejorar.
Frente a esto, no basta con pedir nuevas elecciones o cambiar a las caras visibles. Hace falta algo más profundo: recuperar el valor de pensar en colectivo. Volver a hacer política con la cabeza, no con el impulso. Volver al diálogo, al respeto, a la ética del servicio.
Una propuesta concreta sería incorporar desde la escuela una verdadera formación en ciudadanía crítica. No basta con enseñar cómo votar; hay que enseñar a escuchar, a cuestionar, a proponer. En la antigua Grecia existía la paideia, una educación integral que formaba ciudadanos capaces de participar activamente en la vida pública. Hoy, Panamá necesita una versión moderna de esa formación: una que combine pensamiento crítico, responsabilidad social y amor por lo justo.
También sería necesario reformar los espacios políticos para que los representantes deban escuchar a quienes los eligieron, sin excusas ni privilegios. Que vuelvan —al menos de forma simbólica— a una ágora real o virtual, donde el pueblo pueda preguntar, criticar y participar.
Volver a pensar es el primer paso para cambiar. No necesitamos héroes, necesitamos ciudadanos. No necesitamos discursos perfectos, sino ideas claras y acciones firmes. Panamá no está condenado al fracaso, pero tampoco se salvará solo con promesas.
Como decía Sócrates, “una vida sin examen no merece ser vivida”. Tal vez también podamos decir hoy: una democracia sin pensamiento no merece ser vivida. Y pensar —aunque incomode— sigue siendo el acto más valiente y necesario que nos queda.
La autora es profesora de filosofía.
