¿Te ha pasado que, al conversar con una persona, intentas que vea otra perspectiva y se hace imposible? Aunque le presentes hechos que respalden lo que dices, no cambia lo que cree. Esto ocurre porque las creencias están más arraigadas emocionalmente que los hechos.
Existen varias definiciones de creencias. Algunas las describen como la forma en que nuestro cerebro le da sentido al mundo que nos rodea. Otras, como representaciones mentales de lo que esperamos que ocurra en nuestro entorno y de cómo debemos relacionarnos con él. También se plantea que las creencias funcionan como fórmulas que usamos para un aprendizaje eficiente y que son esenciales para sobrevivir. Por ejemplo: “Si anticipo todo lo malo que puede pasar, me mantengo a salvo”. En realidad, anticipar constantemente nos mantiene en estado de alerta, afectando nuestra salud emocional y física.
¿Cómo se forman las creencias? Los seres humanos conocemos el mundo a través de los sentidos, lo que dificulta aceptar que nuestra percepción es subjetiva y está llena de distorsiones. Desde ahí ya comenzamos con información que no es totalmente válida. Se dice que la cantidad de información que recibimos en cada momento equivale a entre diez y once millones de bits por segundo. Nuestro cerebro debe filtrar esa información para que podamos usarla, y lo hace privilegiando la eficiencia más que la exactitud.
Cuando recibimos información nueva, el cerebro la compara de inmediato con esquemas previos para evaluar su coherencia, es decir, si encaja con lo que creemos saber o esperamos. Además, pondera la credibilidad de la fuente —si es experta, cercana, confiable o consistente en el tiempo— y estima su utilidad práctica: ¿me ayuda a predecir, decidir o actuar?
Este triage cognitivo no es neutral. Las emociones modulan la evaluación desde el inicio. El agrado, la familiaridad, la recompensa o la afinidad con nuestra identidad o grupo facilitan la aceptación y el recuerdo. La amenaza, el miedo, la ansiedad o el riesgo de pérdida activan defensas como el escepticismo, la racionalización o el rechazo. Así, una misma evidencia puede ser integrada, cuestionada o descartada según cuánto confirme nuestros modelos mentales, cuán confiable percibamos al emisor y qué costos o beneficios emocionales anticipemos al incorporarla.
Poner a prueba nuestras creencias es valioso porque mejora la precisión con la que entendemos el mundo y, en consecuencia, la calidad de nuestras decisiones. Reduce distorsiones y errores costosos, nos hace más adaptables ante los cambios, fortalece el aprendizaje y la creatividad, y evita quedar atrapados en ideas obsoletas. También fomenta la humildad intelectual, disminuye la polarización y mejora las relaciones, pues debatimos con más respeto y evidencia.
¿Cómo podemos desafiar nuestras creencias y abrir espacio para descubrir algo nuevo y válido? Conviene crear un “laboratorio” personal de verificación:
Regula la emoción: respira, nombra lo que sientes y recuerda que no eres tus ideas.
Plantea preguntas socráticas: ¿Qué evidencia me haría cambiar?
Debate contigo mismo: reconstruye la mejor versión de la postura opuesta.
Busca datos que refuten tu posición, no solo los que la confirmen.
Diversifica fuentes y voces: incluye expertos y personas que piensen distinto.
Anota tus predicciones y revisa resultados: calibra tus modelos mentales.
Haz experimentos pequeños y reversibles que pongan a prueba tus hipótesis.
Así reduces sesgos, abres espacio a lo nuevo y aprendes de forma confiable sin poner en riesgo tu identidad ni tus relaciones.
Como señalan Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón humana evolucionó menos para descubrir la verdad en solitario y más para justificar y ganar argumentos en lo social. Por eso, cambiemos el propósito: en vez de debatir para vencer, dialoguemos para comprender; sustituyamos el impulso de defender identidades por el esfuerzo compartido de contrastar hipótesis. Así honramos cómo funciona realmente la mente humana y abrimos un espacio donde las creencias pueden actualizarse con respeto, evidencia y aprendizaje mutuo.
La autora es psicóloga.

