La corrupción mantiene una relación directa con los derechos humanos, dado que ambas realidades están profundamente interconectadas. Al desviar recursos y fondos públicos hacia intereses particulares, socava principios fundamentales como la dignidad, la igualdad, la justicia y erosiona la confianza ciudadana en las instituciones democráticas. Esta desviación no solo perpetúa desigualdades, sino que debilita el Estado de Derecho al privar de medios a los mecanismos de rendición de cuentas y control social.
El impacto de la corrupción se hace especialmente notable en los derechos económicos y sociales, ya que reduce los presupuestos destinados a servicios esenciales como la salud, la educación, la vivienda y la seguridad. Las poblaciones más vulnerables sufren con mayor fuerza estas privaciones, pues la falta de inversión agrava la pobreza y limita el acceso a condiciones de vida dignas. Al mismo tiempo, la corrupción distorsiona la implementación de políticas públicas, impidiendo que el Estado cumpla con su obligación de garantizar el bienestar de todos.
Más allá de lo económico, la corrupción puede manifestarse en restricciones a las libertades civiles. Prácticas de censura, intimidación o persecución de activistas, investigadores y periodistas son utilizadas para silenciar las denuncias de abusos, lo que compromete el derecho a la libertad de expresión y de asociación. Este repertorio de coerción contribuye a un clima de impunidad donde los responsables de actos ilícitos se sienten protegidos por una red de complicidades.
El marco jurídico internacional ha reconocido esta vinculación y ha establecido instrumentos y mecanismos para su prevención y erradicación. La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, complementada por tratados de derechos humanos, sostiene que la lucha eficaz contra este fenómeno requiere medidas preventivas, la criminalización de conductas corruptas, cooperación internacional, recuperación de activos y asistencia técnica. Estos cinco ámbitos de acción buscan no solo sancionar, sino también modernizar las instituciones y eliminar los incentivos para la corrupción.
Las decisiones judiciales cumplen una doble función: correctiva, al ordenar la restitución de fondos públicos desviados o la compensación a los afectados, y preventiva, al imponer sanciones que disuadan futuras infracciones. Asimismo, fortalecen derechos vulnerados por la corrupción —como el acceso a la justicia, a la salud y a la educación— al garantizar la efectividad de las garantías procesales y la debida reparación del daño.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha contribuido a este desarrollo doctrinal. En el caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras (1988) estableció la obligación estatal de prevenir violaciones derivadas de la inacción o mala gestión, incluidas las prácticas corruptas. En Vélez Loor vs. Panamá (2010) responsabilizó al Estado por condiciones carcelarias degradantes vinculadas a actos de corrupción en el sistema penitenciario y, en López Mendoza vs. Venezuela (2011), vinculó la corrupción judicial con la negación de justicia, lo que demostró cómo la impunidad alimenta la repetición de graves violaciones. Otro caso igual de importante es Atala Riffo y Niñas vs. Chile (2012), donde la Corte Interamericana señaló cómo la discriminación estructural puede estar vinculada a prácticas corruptas.
Desde la perspectiva académica, el relator especial de la ONU Philip Alston, en su informe A/HRC/29/31, analiza cómo la corrupción profundiza la desigualdad y atenta contra los derechos económicos y sociales, subrayando la necesidad de enfoques basados en derechos humanos para combatirla. Por su parte, Anne Peters, en su obra Corrupción y derechos humanos, argumenta que la corrupción debe ser considerada una violación directa de estos derechos y rastrea su regulación desde el surgimiento del Estado moderno, donde se legitimó la función de una burocracia imparcial al servicio del interés general. En este mismo sentido, Susan Rose-Ackerman, en La corrupción y los gobiernos: causas, consecuencias y reforma, afirma que altos niveles de corrupción frenan la inversión y el desarrollo, generando ineficiencia e inequidad. Aunque afecta a todas las sociedades, es más común en países en desarrollo o en transición. Las reformas deben reducir los incentivos económicos del soborno y requieren apoyo nacional e internacional. No existe una única solución, pero toda reforma debe centrarse en disminuir los beneficios de la corrupción, más que en responsabilizar únicamente a individuos aislados.
Panamá afronta desafíos persistentes para traducir estos avances en resultados concretos. La independencia judicial sigue siendo frágil frente a las presiones políticas y la impunidad en delitos de cuello blanco. La falta de armonización entre normas nacionales y tratados internacionales dificulta la aplicación de precedentes foráneos. Además, jueces y fiscales que investigan casos de corrupción a menudo enfrentan amenazas, intimidaciones y represalias laborales.
Para revertir estas tendencias, resulta imprescindible revisar el régimen de sanciones para que sean proporcionales a la gravedad del daño y comparables a estándares internacionales. Las sentencias deben ordenar la devolución íntegra de los fondos desviados, con intereses y costos procesales, y establecer en los acuerdos de pena un mínimo de 10 años de prisión, aplicar mecanismos de disgorgement y confiscación de beneficios ilícitos. Asimismo, deben garantizar la compensación a las víctimas, incorporar informes periciales forenses exhaustivos y promover reformas institucionales centradas en la prevención. La protección efectiva de denunciantes, el fortalecimiento de la transparencia pública y la imposición de penas que disuadan conforman elementos esenciales para consolidar un sistema judicial que realmente salvaguarde los derechos humanos frente a la corrupción.
El autor es abogado, docente y Doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos.

