El dengue sigue siendo una de las mayores amenazas para la salud pública en Panamá. Según el informe oficial del Ministerio de Salud (Minsa), hasta la semana epidemiológica 32 de 2025 se acumulan 9,791 casos en todo el país. De ellos, 8,669 corresponden a pacientes sin signos de alarma, 1,053 a casos con signos de alarma y 69 a dengue grave. Lo más alarmante es que 930 personas han requerido hospitalización y ya se contabilizan 15 fallecidos.
El dengue no discrimina, pero los datos del Minsa muestran que la mayor concentración de casos se da en personas entre 10 y 59 años, es decir, la población más productiva: estudiantes, trabajadores y madres y padres que sostienen a sus familias. El impacto trasciende lo sanitario: provoca ausentismo escolar, bajas laborales y una presión creciente sobre un sistema hospitalario que cada temporada se desborda.
Las medidas de prevención conocidas —eliminar criaderos, tapar recipientes, desechar objetos que acumulen agua, permitir fumigaciones y usar repelente— son esenciales y deben mantenerse. Sin embargo, tras años de campañas, los números siguen en aumento. El mosquito Aedes aegypti siempre encuentra una rendija para reproducirse y el clima tropical favorece su propagación. Está claro que la prevención comunitaria es necesaria, pero no suficiente.
Aquí surge la gran paradoja. Existe una vacuna contra el dengue, TAK-003 (comercializada como Qdenga®), desarrollada por la farmacéutica Takeda. Lo más relevante para Panamá es que nuestro país participó activamente en los ensayos clínicos internacionales de esta vacuna. Cientos de panameños —niños y adolescentes de 4 a 16 años— se enrolaron en los estudios, aportando datos valiosos que contribuyeron a que el mundo contara hoy con una herramienta eficaz contra esta enfermedad.
El ensayo clínico, que incluyó a más de 20 mil participantes en ocho países endémicos, demostró una eficacia global cercana al 80% en la prevención de casos sintomáticos durante el primer año y más del 90% en la prevención de hospitalizaciones. A largo plazo, tras cuatro años y medio de seguimiento, la vacuna mantuvo una protección del 61% contra dengue sintomático y del 84% contra hospitalización. Además, fue segura y bien tolerada, sin efectos adversos graves relacionados con la vacunación.
La Organización Mundial de la Salud recomienda su uso en niños y adolescentes de 6 a 16 años en países con alta transmisión, como Panamá. Varios vecinos ya la aplican: Brasil la incorporó tanto en el sistema público como en el privado; Argentina la integró a su calendario nacional desde 2024 en las provincias más afectadas; en Paraguay y Colombia está disponible en el sector privado. Incluso países asiáticos, como Tailandia e Indonesia, la han autorizado.
Mientras tanto, en Panamá seguimos dependiendo exclusivamente de las medidas tradicionales de control vectorial, que han demostrado ser insuficientes. La ironía es evidente: fuimos parte de la investigación que permitió que el mundo tenga esta vacuna, pero nuestra población aún no puede acceder a ella.
El dengue no es una enfermedad menor. Mata, hospitaliza, limita el desarrollo de comunidades enteras y sobrecarga nuestros hospitales cada año. Ante este escenario, la pregunta es inevitable: si Panamá participó en los estudios clínicos de la vacuna, ¿por qué no contamos con ella? ¿No está prevenir el dengue entre las prioridades de las autoridades de salud? ¿O tampoco hay presupuesto para proteger a nuestra población con una vacuna que se probó aquí mismo y que ya está salvando vidas en otros países de la región?
La autora es pediatra.

