Sé que para muchos colegas que lean el título de este comentario no les va a agradar. Para muchos, ser abogado es un objetivo, tal vez idealizado, del jurista dispuesto a defender la justicia y los derechos de los desamparados utilizando la ley, o procurando realzar esa imagen egregia y pundonorosa del juez recto que interpreta y aplica la ley de manera objetiva, imparcial e imparcial.
Pero nuestra realidad abogadil es otra. No tenemos la humildad necesaria para aceptar que nuestra profesión se ha prostituido. Esto provoca la instintiva reacción de defender la situación actual de la misma. Y cuando me refiero a prostituir, me atengo a la definición clásica de la palabra que la define como: envilecer o degradar por interés o para obtener una ventaja.
Hoy hay miles de abogados en Panamá y cada año se incorporan un promedio de 300-500 más (hay más de 30,000, siendo Panamá el país con más abogados per cápita en el mundo). Esto porque, a diferencia de universidades de prestigio, donde para lograr el título de licenciatura, de maestría o doctorado, el aplicante debe someterse a un profundo estudio de las materias y realizar una tesis que debe defender ante un jurado de expertos académicos, en Panamá, por el contrario, el requisito de la tesis para obtener la licenciatura se ha eliminado como obligación por medio de una ley. Se establece a discreción del estudiante, quien puede escoger una práctica de tres meses en una oficina judicial, en una firma forense o registrar materias de maestría.
El llamado examen de barra, que era ante la Corte Suprema, la nueva ley establece que será organizado por la Universidad de Panamá. Todo esto refleja un declive cualitativo de la carrera de derecho. La titulación de abogados se ha convertido en un buen negocio. Universidades sin peso ni trayectoria académica otorgan licenciaturas y maestrías en derecho sin exigir el estudio serio y ordenado de las asignaturas jurídicas y conexas, utilizando muchas veces como fuente de estudio fotocopias de apuntes, notas de Wikipedia, Google, el Rincón del Vago y ahora, de una manera abrumadora, la inteligencia artificial.
Salvo contadas excepciones, la gran mayoría de los egresados de tales universidades se titulan sin tener un conocimiento básico del derecho y sus principios. Entonces, con título en mano, muchos ingresan al sistema judicial. Otros se enquistan en el gobierno como “asesores” y el resultado es visible: creación de procedimientos administrativos innecesarios o fatuos, decretos y normas para regular actividades que sus creadores ni conocen ni han practicado, v. gr. las regulaciones de las sociedades anónimas y los agentes residentes. Jueces y magistrados con fallos y actuaciones alejadas de los principios del derecho comprometen los bienes, la honra y la vida de quienes se cobijan en la jurisdicción.
Como un componente tal vez más grave está el de la eticidad. El ejercicio del derecho, prima facie, exige que el abogado sea no solo un “letrado”, sino también un recipiente ético, que su gestión se apegue a la moral y a la ética, y que el conocimiento que pueda tener de las leyes no sirva para lograr un beneficio o ventaja propios. Esto no significa vencer en derecho un caso. Significa que no debe utilizar la ley y el derecho para el engaño y la manipulación de voluntades.
No debo generalizar, porque existen profesores comprometidos con su labor y abogados serios y preparados. Sin embargo, dada la vulgarización y prostitución de la carrera, son una minoría visible. Se argumenta que el examen de barra es un impedimento para estudiantes de bajos recursos, personas que desean superarse profesionalmente. Hay que entender que no es lo mismo democratizar la educación que vulgarizarla. Y en eso estamos: vulgarizando y prostituyendo una profesión que, por la naturaleza de su dominio —la ley y el derecho—, requiere de abogados lo más apegados posible a las serias exigencias que esta profesión debe reclamar.
El autor es abogado y exprofesor de Teoría del Estado y Ciencia Política.

