Cincuenta años antes de nuestra condicionada independencia de Colombia, el istmo de Panamá ya se encontraba preautorizado a ser intervenido militarmente, de acuerdo con el tratado Mallarino-Bidlack de 1846. De hecho, hasta 1903 los Estados Unidos habían intervenido en once ocasiones en territorio panameño. Dicho poder intervencionista fue reconfirmado en el tratado Herrán-Hay de 1901, que no llegó a ser aprobado por el Senado colombiano, pero que fue sustituido por el espurio tratado Hay-Bunau-Varilla de 1903.
Hoy podremos ofender a cuantos próceres o mandatarios queramos, pero lo cierto es que desde que éramos ciudadanos colombianos, y luego como panameños, los Estados Unidos estuvieron hasta el año 2000 legalmente autorizados a intervenir en nuestro territorio. De hecho, lo hicieron en al menos otras diez ocasiones.
Si escudriñamos nuestra historia republicana, resulta difícil entender cómo este pequeño e indefenso país de aldeas, casas de quincha y calles de barro, geopolíticamente estratégico, no fue anexado por alguna otra potencia expansionista del siglo XIX como Portugal, Inglaterra, Francia u Holanda. Tampoco sucumbimos a las múltiples acometidas colonialistas de la doctrina Monroe en 1823, del “destino manifiesto” de Polk en 1849 o de la política del “gran garrote” de Roosevelt en 1902.
Nuestra realidad fue otra. Durante esos tres cuartos de siglo logramos separarnos de España, unirnos voluntariamente a Colombia, construir el primer ferrocarril transoceánico, ver renunciar a los franceses al proyecto canalero, asegurarnos con los Estados Unidos una segunda independencia y culminar las obras del canal en 1914, todo sin combates ni guerrillas.
El rechazo del Senado colombiano al tratado Herrán-Hay reactivó el deseo de los istmeños de obtener nuestra independencia, y a los franceses la intención de recuperar parte de su fallida inversión. Al mismo tiempo, brindó a los Estados Unidos la oportunidad de aplicar los principios de la doctrina Monroe, arguyendo la posible intervención de potencias europeas en América. Así pudieron haberse anexado no solo los 700 km² colindantes al canal, sino todo el istmo de 75,517 km², como ocurrió en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana.
Entonces me pregunto: ¿qué hechizo utilizaron nuestros preclaros compatriotas para lograr protegernos de tantos deseos intervencionistas y, al final del siglo, beneficiarnos con el patrimonio y los frutos de la vía interoceánica? Aparte de que he llegado a pensar que Dios debe ser panameño, concluí que nuestros próceres fueron auténticos genios en tácticas de sobrevivencia geopolítica. Dirigentes como Amador Guerrero, Justo Arosemena, Eusebio Morales, Belisario Porras y Ricardo J. Alfaro, entre otros, resultaron ser maestros estrategas de la diplomacia internacional.
A partir del rechazo colombiano al tratado Herrán-Hay, nuestros gobernantes entendieron que no era conveniente desafiar a quienes tienen la capacidad y el poder para estrujarnos; que los ejércitos terminan reprimiendo a sus propios ciudadanos; que había que buscar aliados cuando nuestra soberanía peligraba, y que la neutralidad, como entendieron los suizos, es la mejor herramienta para evitar confrontaciones, e incluso para sacar provecho de ellas.
Gracias a esas estrategias, logramos mantener por 122 años nuestra soberanía, democracia, neutralidad y buenas relaciones con las potencias. Lamentablemente, aún persisten amenazas de intervenciones externas y confrontaciones internas, causadas por dirigentes políticos, educadores, religiosos o ideólogos que, contrarios a las tácticas diplomáticas del pasado, promueven odios, envidias y enfrentamientos sin medir sus negativas consecuencias.
Con medias verdades y fantasías arrastran a sus seguidores a utilizar la violencia y el vandalismo antes que la sensatez. Incluso satanizan memorandos de colaboración con potencias extranjeras, a pesar de los buenos resultados que históricamente hemos obtenido de ellos. Por otro lado, califican como sumisión o dictadura las acciones del nuevo gobierno por querer asegurar a las mayorías silenciosas una mejor salud pública, preservar los trabajos dignos de miles de panameños, intervenir la corrupción sindical, defender el derecho al libre tránsito, proteger la neutralidad del canal y promover la inversión extranjera.
Entonces yo les pregunto: ante estas dos alternativas, ¿a cuál vamos a apostar?
El autor fue ministro de Comercio e Industrias y embajador de Panamá tanto en Washington como en Italia.

