Aunque la idea tradicional de poder implica que la violencia es su manifestación más efectiva, especialmente en el ámbito del Estado, encontramos que, en el marco del biopoder y específicamente en un estado de excepción, resulta difícil establecer con claridad la diferencia entre el poder ejercido con violencia y el ejercido sin ella.
Lo anterior se señala en la medida en que el estado de excepción, en su operatividad, implica la suspensión de los derechos. De este modo, observamos que, frente a derechos suspendidos, se vuelve complejo identificar con claridad el ejercicio del poder o su componente de violencia, puesto que aquí tales derechos no existen (al menos de forma efectiva).
El Estado, bajo el pretexto del estado de excepción, ejerce una violencia legalizada; es decir, ejerce su poder o violencia institucional impunemente y de forma jurídicamente validada. Él es, a la vez, la normatividad que lo habilita para actuar y la normatividad suspendida. Tal como señala Schmitt, su soberanía última se da en la medida en que es él quien tiene la potestad de declarar el estado de excepción. Como juez y parte del ejercicio del poder, hace desaparecer ante sí los límites de la violencia estatal, normalizándolos en la legalidad de sus potestades extraordinarias.
Consideramos, pues, que esta pregunta nos conduce a una paradoja: quien crea la ley —el Estado— es al mismo tiempo el ejecutor que actúa fuera de la normativa, amparado o legitimado con la excusa de la Ley misma. En cualquier caso, como fue señalado en la Maestría en Filosofía Práctica de la Universidad de Panamá, esta aparente antinomia está, al menos nominalmente, controlada desde la Constitución por medio de sus instituciones.
Ahora bien, en el estado de excepción, que opera fuera de la normatividad general, y hablando en términos de biopoder, se dificulta distinguir el poder de la violencia. Los límites de la definición misma de violencia parecen desdibujarse y, a diferencia de la concepción clásica, aquí poder y violencia concurren simultáneamente, no como un instrumento del otro, sino como una misma cosa. Y es que, en el caso de un estado de excepción dictado por una guerra, una pandemia o un estado de caos interior, el Estado jamás podría desligarse de la violencia, pues este poder se invoca para ser ejercido y no meramente enunciado.
La tesis de Agamben quedó en evidencia durante la pandemia, pues su idea de vida desnuda (nuda vida) nos mostró cómo las personas quedan vulnerables frente al poder, y no solo frente al poder institucional, sino también frente a otras manifestaciones del mismo, como el económico. Durante la pandemia, muchas personas quedaron a merced del Estado, toda vez que este, con sus poderes extraordinarios, desarrolló una gestión y administración respecto a la biología de los ciudadanos; es decir, una especie de management de la vida y la muerte, difuminando los límites de su poder ordinario-institucional.
Este poder institucional (nacido del derecho) se vio transformado en biopoder cuando, con ocasión de la pandemia y bajo la amenaza del uso de la fuerza, el Estado intervino en nuestros cuerpos. Pero este biopoder, como hijo de un padre corrompido —un Estado desigual—, se ejerció de forma desigual, y su efecto impactó en mayor medida a aquellos con condiciones económicas menos favorables.
Sin embargo, el escenario ha mutado nuevamente; hay algo por encima del biopoder que parece querer constreñir y regir nuestros signos vitales. Byung-Chul Han habla ahora de la psicopolítica, un soft power (poder blando) que nos alinea inconscientemente con la maquinaria del Estado y del capital. Ya no somos presionados desde el exterior para cambiar nuestro comportamiento bajo la amenaza del derecho penal, sino por un gurú de autoayuda que nos insta a alinear nuestros chakras hacia la autoexplotación (emprendimiento), la sedación (la búsqueda constante de dopamina en las redes y relaciones vacías) y la negación (positivismo tóxico).
La violencia del poder se ha disipado, volviéndose invisible. El Estado ya no necesita policías para reprimir, sino redes para adormecer.
El autor es abogado consultor en temas legales, parlamentarios y políticos.


