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Economía básica

A sus 95 años, Thomas Sowell sigue siendo más relevante que muchos influencers de la generación Z. Su cuenta de citas en redes sociales tiene casi el doble de seguidores que políticos socialistas que supuestamente “conectan” con los jóvenes. ¿La razón? Sowell dice verdades incómodas que la academia prefiere ignorar. Tras leer recientemente una nota sobre el autor y sus muchas décadas productivas, vale la pena ahondar un poco en su trayectoria.

Sowell representa todo lo que la corriente dominante de la academia actual detesta: claridad ideológica, datos antes que feelings y la importancia de la responsabilidad personal por encima de la victimización colectiva. Su mensaje es sencillo: las decisiones tienen consecuencias, los incentivos importan y la planificación central fracasa porque nadie puede tener toda la información necesaria para dirigir una economía.

Lo irónico es que Sowell llegó a estas conclusiones después de haber sido marxista en su juventud. No es un privilegiado que nunca entendió la pobreza; por el contrario, se crió sin electricidad ni agua corriente en el sur segregacionista de Estados Unidos. Fue precisamente su encuentro con los datos reales, trabajando desde un puesto en el gobierno federal estadounidense, lo que finalmente lo alejó del marxismo. Descubrió que las políticas públicas “bien intencionadas”“lo que se ve y no se ve”, en las palabras célebres de Frédéric Bastiat— con frecuencia dañaban a quienes supuestamente pretendían beneficiar.

¿Por qué esta larga vida productiva incomoda a tantos en la izquierda? Porque desarma la narrativa de victimización perpetua que alimenta la industria de la “justicia social”. Sowell no niega la existencia del racismo o la discriminación histórica, porque las vivió; simplemente señala que no son variables determinantes en todos los resultados. Y propone algo radical: tratar a las personas como agentes libres, responsables y con capacidad de decisión, no como víctimas permanentes del “patriarcado”.

El rechazo desde la academia mainstream coincide con su explosión de popularidad entre los jóvenes. Los videos de entrevistas con él acumulan millones de vistas. ¿Por qué? Porque su estilo aforístico funciona perfectamente en la era de TikTok. Frases como “Es difícil imaginar una forma más estúpida de tomar decisiones que ponerlas en manos de personas que no pagan precio alguno por equivocarse” resumen en segundos lo que otros economistas tardan páginas en explicar.

El problema, como lo señala el historiador Niall Ferguson, es que Sowell está “completamente exiliado de los cursos de posgrado”. Las universidades Ivy League prefieren hoy enseñar “teoría crítica” y “justicia social” en lugar de economía básica —título de su libro Economía básica: un manual de economía escrito desde el sentido común—. El resultado, a juicio de muchos, es la formación de generaciones de estudiantes que no entienden conceptos fundamentales como la escasez, los incentivos o los costos de oportunidad, pero sí pueden arengar extensamente sobre “estructuras de poder” y “opresión sistémica”.

La paradoja es notable para quienes comparten su manera de ver el mundo: mientras la academia lo rechaza, Sowell se vuelve más influyente. Su marginación ha coincidido con su expansión digital. Los guardianes del conocimiento institucional perdieron el monopolio en la difusión del mensaje “políticamente correcto”, suplantado por las redes sociales. Y resulta que, cuando las ideas compiten libremente, las de Sowell —respaldadas por décadas de investigación rigurosa— resuenan más que el “bla, bla, bla” posmodernista tan popular hoy en día.

Sowell es importante porque escribe sobre lo que los datos de la vida real le han demostrado, no sobre lo que la moda intelectual le impone. En una era de conformismo académico “woke”, esto es genuinamente revolucionario.

El autor es director de la Fundación Libertad.


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