No fue un comunicado oficial lo que anunció el fin, sino una conversación cotidiana que dejó al descubierto algo mucho más humano. Un vendedor de la empresa, hombre callado y trabajador, se me acercó el 14 de noviembre de 2023 con una mirada de duda y esperanza que traen las malas noticias. “¿Es verdad que la mina va a cerrar?”, me preguntó en voz apagada mientras juntaba sus manos con algo de nerviosismo. En ese instante supe que no era un simple ajuste empresarial; era un golpe directo a familias que vivían de esa actividad. Le dije la verdad: no tenía respuestas.
Los días siguientes fueron de decisiones que dolían. La empresa que habíamos levantado con esfuerzo y que funcionaba como una familia extendida pasó de veintiséis a catorce personas. Cada desvinculación dejó una marca: miradas que buscaban explicaciones, conversaciones en casa que no sabían cómo empezar, silencios que pesaban más que cualquier papeleo. Recuerdo a uno de los asistentes de logística, que al despedirse me dio un fuerte apretón de manos y me dijo: “No es solo mi trabajo, es lo que me permite dar de comer a mi familia”. Esa frase se quedó conmigo.
Nuestra compañía empezó a operar poco antes de que iniciara la construcción la mina. Cuando ese proyecto nos convirtió en proveedor habitual, nos empujó a crecer: más pedidos, más horas, más responsabilidades. Pero esa fue solo una historia entre cientos. Mientras nosotros desvinculábamos a doce colaboradores, otras empresas afrontaban recortes mayores y algunas cesaban operaciones. Cada puesto perdido era, para una familia, la diferencia entre seguir adelante o tener que replantearlo todo.
Con el tiempo comprendí que lo nuestra era apenas una ventana a un impacto mucho mayor. La mina sostenía directamente a unas siete mil personas y, según estimaciones locales, su cierre afectó a cerca de cuarenta mil. Cuarenta mil historias que perdieron estabilidad y la posibilidad de planificar con tranquilidad. Escuché a personas que perdieron su vivienda o su vehículo; a otras que, de la noche a la mañana, tuvieron que cambiar de oficio o mudarse.
El cierre no solo redujo empleos en empresas vinculadas a la operación; desató un efecto dominó en la economía nacional. La caída de ingresos redujo el consumo, afectó la recaudación fiscal y agravó un panorama ya marcado por un desempleo alto. Más allá de los números, quedaron impactos sociales profundos y duraderos que golpean el bienestar colectivo: salud mental, educación interrumpida, proyectos de vida truncados.
Casos como este muestran por qué las decisiones empresariales y gubernamentales deben tomarse con una visión integral, que incluya las consecuencias sociales y comunitarias. La afectación no se limitó a un sector: alcanzó miles de hogares y puso en riesgo la estabilidad económica del país. La búsqueda de mejores acuerdos no puede significar eliminar una actividad económica legítima y amparada en la constitución de la república, sin ofrecer medidas de transición que protejan a las comunidades.
Lo sucedido plantea una pregunta clave para el futuro: ¿qué sociedad queremos construir? Detrás de cada cifra hay panameños con sueños, responsabilidades y desafíos; sus vidas deben contar en cualquier política o negociación. Si aspiramos a un país más justo y resiliente, las decisiones deben tomar en cuenta no solo balances y contratos, sino también el rostro humano que queda del otro lado.
El autor es empresario panameño.


