Cada vez escucho con mayor frecuencia, en los grupos de WhatsApp a los que pertenezco, que “Panamá necesita un líder fuerte” que administre bien los ingresos del Canal y combata la corrupción. Siempre les respondo que eso mismo pedían los venezolanos con el dinero de su petróleo en la década de los noventa, y así se creó el caldo de cultivo para el ascenso de la Revolución Bolivariana, que sigue en pie en 2025. Todos conocemos el resultado del liderazgo mesiánico de Hugo Chávez: el éxodo de migrantes venezolanos en los semáforos de América Latina.
Venezuela es el ejemplo trágico de cómo el autoritarismo disfrazado de salvación conduce al colapso. Trato de explicar en los grupos que los nuevos autócratas ya no prometen un mejor sistema de gobierno. En cambio, invierten enormes recursos en infiltrar nuestros algoritmos para sembrar la idea de que las democracias no funcionan.
Estos gobiernos, que rehúyen la rendición de cuentas y gobiernan de forma autoritaria, promueven una visión del mundo en la que la democracia liberal aparece como caótica, hipócrita y decadente. Se apoyan en la manipulación mediática para fomentar la apatía ciudadana y evitar una democracia participativa.
Un ejemplo claro es cómo plataformas como TikTok glorifican a figuras autoritarias como Ibrahim Traoré (Burkina Faso) o Nayib Bukele (El Salvador), retratándolos como “líderes eficaces”. Lo que nunca se menciona es que su supuesto “éxito” aparece repentinamente luego de que sus países suscriben millonarios préstamos con el Partido Comunista de la China Popular, interesado en debilitar el modelo democrático occidental.
La historia del siglo XX demostró que ninguna autocracia sobrevive sin controlar lo que su pueblo cree verdadero. Incluso con el control tecnológico más sofisticado no han podido erradicar por completo el impulso humano hacia la libertad. La dictadura soviética y los maoístas cayeron no solo por su brutalidad, sino porque la mentira utópica terminó chocando contra la realidad.
Hoy la autocracia ha aprendido la lección; ya no se venden paraísos inexistentes, sino que inoculan cinismo, apatía y resignación en su narrativa global. Su mensaje es claro: no esperes nada mejor, todos los gobiernos son corruptos y las democracias están podridas. Los dictadores del siglo XXI han perfeccionado el arte de la manipulación psicológica masiva.
No se puede erradicar por completo la búsqueda ciudadana de libertad y justicia. Por ello, la estrategia de los nuevos autócratas combina represión interna con una guerra en la narrativa global donde se fomenta el cinismo, la apatía y la sensación de que no existe otra alternativa posible. El mensaje es claro: “renuncia a cualquier esperanza de cambio democrático”, “nuestra sociedad no es perfecta, pero al menos somos fuertes, mientras que el mundo democrático está debilitado, dividido y en decadencia”.
Las ideas de libertad, Estado de derecho y la exigencia de rendición de cuentas no nacieron con la Primavera Árabe o con la bandera de One Piece en Nepal; son ideas de justicia y libertad individual que hemos ido perfeccionando desde la Revolución Americana para moldear el significado de una democracia participativa. Los autoritarios previeron que internet nos mantendría comunicados y tratan de controlar el relato del pasado para controlar el futuro.
El 4 de junio de 1989 marcó un contraste histórico: el sindicato Solidaridad, de Lech Walesa, negoció unas elecciones parcialmente libres en Polonia que impulsaron el fin del comunismo en su nación y desencadenaron protestas que derrocaron los regímenes comunistas en Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría y Rumanía. Poco después, la Unión Soviética colapsaría.
Ese mismo día, en la China Popular, el Ejército Popular reprimió con sangre estudiantil las manifestaciones en la plaza de Tiananmén y continuó con persecuciones y encarcelamiento de sus líderes. Pekín aprendió que no bastaba reprimir protestas: había que erradicar las ideas de libertad, Estado de derecho y rendición de cuentas. Entendieron que tenían que controlar el relato para controlar el futuro.
En el siglo XXI, los gobiernos buscan controlar el relato para evadir su obligación de rendir cuentas a los ciudadanos. Panamá no es la excepción: pretenden convencernos de que la deuda pública abismal y la corrupción del último quinquenio —agravada durante la pandemia— son la causa del fracaso del tren David–Panamá. Olvidan mencionar la falta de energía para operarlo o su inviabilidad financiera. Mientras condenan al pueblo a pensiones miserables con las reformas al Seguro Social, han priorizado el clientelismo político: impulsan una descentralización paralela 2.0 innecesaria y aumentan el gasto en la planilla de la Asamblea Nacional, sin lograr siquiera recuperar el grado de inversión.
Con el surgimiento de internet, los líderes autoritarios entendieron su potencial no como herramienta de democratización, sino como instrumento de vigilancia. Por ejemplo, Pekín construyó la Gran Muralla Cortafuegos: un complejo entramado de filtros, bloqueos y regulaciones que censuran los términos “Tiananmén” o “1989” y eliminan cualquier contenido que amenace la “unidad nacional” o el “honor del Estado”. Perfeccionaron el control digital con represión física, cámaras, rastreo telefónico y software de reconocimiento facial en Sinkiang contra la minoría uigur, y lo venden a gobiernos corruptos con historial de uso de Pegasus.
La apatía se ha convertido en la principal herramienta de control de los autoritarios en el poder, porque una ciudadanía decepcionada y cínica es más fácil de gobernar que una población indignada y movilizada. La historia no siempre la escriben los vencedores, sino quienes logran controlar la memoria colectiva.
Las autocracias se valen de sus medios de comunicación estatales para desinformar y mostrar un mundo democrático colapsado y corrupto; con esto neutralizan su potencial de protesta interna y debilitan la influencia de los valores democráticos en el escenario internacional. Alimentan la percepción de que los valores liberales son inestables y autodestructivos. El “periodismo” de sus plataformas no busca la verdad, sino la cobertura constante de la decadencia moral y política de Occidente.
La estrategia consiste en inundar el espacio informativo con historias negativas, algunas reales, otras inventadas, para crear un ambiente de desconfianza generalizada. En este ecosistema digital, los dictadores del siglo XXI usan las redes sociales como armas. Utilizan “una manguera de falsedades” que busca confundir hasta paralizar.
El control del relato es más que propaganda: es la capacidad de moldear lo que las futuras generaciones creerán que fue verdad. Los gobiernos que han gobernado después de la caída de Noriega se encargaron de matar la memoria de la juventud panameña al eliminar los movimientos estudiantiles colegiales y la asignación de contenidos de la historia de las relaciones de Panamá con Estados Unidos.
Hoy hay una gran decepción porque la sangre derramada por los mártires no trajo prosperidad a Panamá, debido a la corrupción y la evasión fiscal. Una gran proporción de panameños no defendería la soberanía del Canal en las calles. Muchos tienen el feeling de que la Cruzada Civilista no intentaba restaurar la democracia en Panamá, sino evitar la coima de los militares para las contrataciones directas con el gobierno, la evasión de cuotas obrero–patronales del Seguro Social y la evasión fiscal.
Los corruptos autoritarios no buscan transmitir la verdad al pueblo, sino controlar la narrativa y hacer ver la democracia como decadente.
El autor es médico sub especialista.

