El Día de la Madre llega cada año cargado de flores, palabras dulces y gestos de amor. Sin embargo, para quienes ya no tenemos a nuestros padres, esta fecha también despierta silencios, ausencias y una nostalgia que no siempre se dice en voz alta. La pérdida nos enseña, con el paso del tiempo, que el consuelo no siempre viene de afuera, sino del aprendizaje que nos dejaron y de la fortaleza que fuimos construyendo cuando ese apoyo ya no estuvo.
Para algunos es celebración; para otros, es memoria, reflexión y recogimiento. La vida nos va enseñando que esta fecha no solo habla de la presencia, sino también de la ausencia, y que ambas conviven y forman parte del mismo camino de aprendizaje y conciencia.
Desde tiempos antiguos, mucho antes de los calendarios y las celebraciones modernas, nuestros ancestros honraban a la Madre Tierra, la Pachamama, como el origen de toda vida. Ella no era vista como un recurso, sino como un ser vivo, sagrado y generoso. En su vientre se sembraba con esperanza, se esperaba con paciencia y se agradecía con humildad. Así como la tierra acoge la semilla y la sostiene hasta que está lista para surgir, nuestras madres nos acogieron, nos cuidaron y nos dieron vida, aun a costa de su entrega silenciosa y, muchas veces, de su propio desgaste.
La Madre Tierra enseña a través de los ciclos; la madre humana, a través de la entrega cotidiana. Ambas nutren, sostienen y permanecen incluso cuando no se las nombra. Cuando hay escasez, la tierra resiste; cuando hay dificultad, una madre permanece. Ese amor silencioso es el que sostiene generaciones.
Con el tiempo, comprendemos algo que antes no entendíamos del todo: ese miedo constante de las madres a que algo malo pudiera pasarnos, ese cuidado permanente que a veces parecía excesivo y que hoy entendemos como la forma más honesta de amar.
Nuestras madres fueron el primer refugio, la primera enseñanza y la raíz que nos sostuvo. Mi madre fue parte esencial de ese legado. Tenerla fue un regalo; aprender a vivir con su ausencia ha sido una transformación profunda. Hoy procuro mantener su ausencia en presencia, administrando a diestra y siniestra las enseñanzas heredadas de madres, abuelas y tías, mujeres sabias que marcaron mi camino y cuya voz aún guía mis decisiones.
Ser madre me permitió comprenderlas desde otro lugar; ser abuela amplió aún más esa mirada. La maternidad, con los años, se vuelve más serena. Ya no controla, acompaña; ya no ordena, orienta. El amor no desaparece, se transforma en legado.
En medio de este proceso de memoria y reflexión, escribir me ha llevado a reencontrarme con la palabra, no como una simple distracción, sino como un acto de sanación. Las palabras sostienen la presencia de quienes nos enseñaron a amar y nos ayudan a transformar la ausencia en gratitud.
Con el tiempo, esta visión ancestral tomó también un sentido espiritual al honrar a la Virgen María, símbolo de amor incondicional y entrega silenciosa. En ella se reflejan todas las madres: las que están, las que partieron y las que siguen cuidando desde otra dimensión.
Hoy expreso muchas felicidades y abundantes bendiciones a todas las madres en su día; y hasta el cielo, a aquellas que ya no están físicamente, pero permanecen vivas en sus enseñanzas. Porque el Día de la Madre no es una fecha: es todos los días. Se honra manteniendo viva la presencia en la ausencia y transmitiendo el amor que nunca se pierde.
La autora es educadora.

