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El juega vivo que nos juega en contra

El panameño tiene una habilidad peculiar: es experto en sobrevivir entre trampas, atajos y favores. Hemos elevado el “juega vivo” a categoría de virtud nacional, lo celebramos en chistes, lo justificamos con frases como “más vivo que tú” o “tonto el último”, y lo confundimos con inteligencia. Pero, ¿qué tan inteligente puede ser una sociedad que se estafa a sí misma?

Lo que hoy llamamos “juega vivo” no existía como expresión durante la Colonia, pero sí como práctica social. En aquel entonces, los sectores oprimidos —indígenas, afrodescendientes y mestizos pobres— desarrollaron la astucia como mecanismo de defensa frente al abuso del poder. Burlar al amo, al cobrador o al sistema era una forma de sobrevivir dentro de un orden injusto. Era resistencia, no corrupción. Como explican antropólogos e historiadores panameños como Stanley Heckadon Moreno, Alfredo Castillero Calvo y Fernando Aparicio, esa astucia popular fue una respuesta legítima ante la desigualdad y la exclusión.

Esa picardía del pueblo oprimido también tiene sus íconos. El cubano Trespatines, con su labia imposible y sus enredos legales en La tremenda corte, o el panameño Tío Conejo, protagonista de los cuentos de tradición oral que siempre burlaba al más fuerte con su ingenio, encarnan ese espíritu de resistencia. Pero lo que antes fue humor e ingenio popular, hoy se volvió trampa cotidiana.

Y no estamos solos en eso. En Venezuela la llaman “viveza criolla”, en Colombia “malicia indígena” y en Argentina el “avivato” se convirtió casi en un personaje nacional. Todos comparten la misma lógica: el aplauso al que se salta la norma, la risa cómplice ante la trampa bien ejecutada, la creencia de que engañar al sistema es una forma de inteligencia. Pero cuando todos intentan aprovecharse del otro, lo único que prospera es la desconfianza.

Sin embargo, con el paso del tiempo y la llegada de la República, esa habilidad perdió su sentido ético. Ya no se usaba para defenderse del poder, sino para sacar ventaja del prójimo. Lo que antes era escudo, hoy es trampa. El “juega vivo” se transformó en una costumbre cultural que ya no nos protege, sino que nos divide. Nos roba la confianza, la cooperación y la posibilidad de construir algo verdaderamente grande juntos.

En Panamá, el “vivo” no persuade ni lidera; manipula y evade. No convence con argumentos, sino con artimañas. No construye proyectos, construye atajos. Así, el “juega vivo” se vuelve enemigo del progreso: impide el pensamiento estratégico, la cultura del esfuerzo y la cooperación real. En vez de admirar al que trabaja bien, admiramos al que se aprovecha sin trabajar. La trampa se volvió símbolo de astucia, y la ética, de ingenuidad.

Nuestra crisis no es solo económica ni política: es mental. Es una crisis de visión. No sabemos pensar a largo plazo. Nos falta disciplina, cultura cívica y autoestima nacional. Cuando uno no cree en su país, no le importa dañarlo. Por eso preferimos el beneficio inmediato a la construcción colectiva. Es un “yo primero” disfrazado de picardía popular.

El resultado: terminamos siendo víctimas de nuestras propias trampas. El “vivo” que soborna, el funcionario que se acomoda, el ciudadano que no hace fila, el que copia en el examen, todos son piezas del mismo círculo de mediocridad. Nos quejamos de la corrupción, pero la practicamos en versión doméstica. El panameño es tan hábil para engañar que termina engañado.

La solución no pasa solo por castigar o señalar, sino por reeducar nuestra conciencia ética. Hay que enseñar desde la escuela que la astucia sin propósito moral es simple trampa, y que la verdadera inteligencia se mide por la capacidad de transformar, no de burlar. El cambio debe comenzar en el aula, en la familia y en los espacios públicos.

Necesitamos líderes que persuadan con ideas, no que manipulen con discursos huecos. Profesores que enseñen a razonar, no a repetir. Ciudadanos que denuncien, pero también que propongan. Y sobre todo, debemos recuperar la vergüenza cívica, esa incomodidad moral que te impide aprovecharte del otro.

Históricamente, el “juega vivo” no nació como corrupción, sino como mecanismo de defensa ante el abuso. Pero hoy, ya no hay excusa para seguir usándolo entre nosotros. Esa viveza que fue ingeniosa cuando el poder oprimía, ahora solo nos hunde en nuestra propia trampa. Panamá no necesita más astutos: necesita más íntegros.

Porque la verdadera viveza no está en burlar al sistema, sino en transformarlo.

La autora es profesora de filosofía.


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