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El miedo que acompaña a quienes caminan primero: las madres

Hay un pensamiento que me acompaña todos los días, una frase silenciosa que aparece mientras preparo el desayuno, mientras reviso tareas, mientras respiro con cansancio o con esperanza: “Tras de mí vienen mis hijos”. Y no lo pienso desde un pedestal ni desde el afán de ser perfecta, sino desde la conciencia profunda de que soy el primer camino que ven, la primera voz que escuchan, el primer refugio que conocen.

Ser madre no se parece a nada. Es una mezcla de fuerza y fragilidad que conviven sin pedir permiso. Es una ternura que abraza y un miedo que muerde. A veces siento que camino a oscuras, tanteando la vida paso a paso, tratando de decidir lo correcto cuando no tengo un mapa. Hay decisiones que pesan como si cargara el mundo entero porque, de alguna manera, lo hago: cargo mi mundo, que son ellos.

Hay días en que la incertidumbre me paraliza. No saber qué vendrá, no saber si lo estoy haciendo bien, no saber si podré con todo. Porque junto con el amor inmenso existe un temor igual de grande: el de fallarles. El de no ser suficiente. El de que la vida nos ponga pruebas que no sé si seré capaz de enfrentar.

Pero sigo. Sigo porque las madres avanzamos incluso cuando el cuerpo tiembla. Sigo porque no existe botón de pausa cuando unos ojos pequeños dependen de ti. Sigo porque el amor empuja incluso cuando el miedo quiere frenar.

A veces quisiera que habláramos más de esto. Que la maternidad no fuera mostrada como un retrato perfecto ni como un sacrificio absoluto, sino como una realidad compleja donde caben los abrazos y los temores, la paciencia y el agotamiento, la risa y el llanto ahogado en el baño antes de volver a la rutina.

Quisiera que más madres se permitieran decir: “Tengo miedo”. Que más mujeres entendieran que no son las únicas que se sienten desbordadas. Que sepan que criar mientras una misma está aprendiendo a vivir no es un fallo: es una hazaña. Una hazaña invisible, cotidiana, silenciosa.

He aprendido algo: el miedo no desaparece, pero cambia. Se transforma cuando descubrimos que no estamos solas. Cuando compartimos lo que nos pesa. Cuando dejamos de exigirnos ser superhumanas. Porque ninguna madre nace sabiendo. Ninguna tiene el manual perfecto. Todas improvisamos con amor, incluso cuando dudamos.

Escribo esto para mí, para mis hijos, para todas las madres que despiertan cada día sin saber cómo harán, pero igual lo hacen. Para las que caminan con miedo y aun así avanzan. Para las que han llorado en silencio por no tener respuestas. Para las que se culpan por cansarse, por gritar, por fallar. Para las que aman tanto que, a veces, ese amor duele.

Ojalá este artículo sea un abrazo para ti, madre que lees esto. Ojalá te recuerde que estás haciendo más de lo que crees. Que tus hijos no necesitan una madre perfecta, sino una madre real. Una madre que ama, que siente, que lucha, que se levanta aun con las rodillas temblando.

Y si alguna vez dudas de tu camino, recuerda esto:No avanzas porque no tengas miedo. Avanzas porque tus hijos te enseñaron que el amor es más fuerte que él.

La autora es docente.


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