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El poder detrás del poder

En Panamá solemos decir que vivimos en una democracia sustentada en tres poderes del Estado. Es cierto en el plano institucional, pero resulta incompleto en el plano histórico. Al revisar la evolución política del país desde la década de 1940 hasta hoy, surge un patrón difícil de ignorar: además de los poderes formales, siempre han existido dos fuerzas externas que condicionan, moldean y, a veces, sustituyen a las instituciones oficiales. La élite económica y la estructura militar o militarizada han influido en el destino nacional con una constancia que ningún presidente ha logrado desmontar.

Durante la primera mitad del siglo XX, Panamá vivía una democracia controlada por un reducido grupo de familias que dominaban la banca, el comercio, las tierras y las relaciones con Estados Unidos y la Zona del Canal. La política era una prolongación de sus intereses empresariales. Los partidos funcionaban como mecanismos para repartir cuotas y los gobiernos dependían de pactos entre apellidos. Había elecciones, pero el poder real se decidía en espacios privados. En ese contexto, los militares ocupaban un papel secundario: eran los guardianes del orden, no actores del poder.

Ese equilibrio cambió abruptamente en 1968. Con el golpe militar, la Guardia Nacional pasó de árbitro a protagonista absoluto. Durante más de dos décadas, los uniformados gobernaron con control férreo, populismo estratégico y pragmatismo económico. La élite económica quedó subordinada: ya no mandaba, negociaba. Los presidentes civiles de ese periodo eran figuras simbólicas, mientras el centro real de decisiones se ubicaba en los cuarteles. Fue la única etapa de la historia republicana en la que Panamá tuvo un poder hegemónico prácticamente sin contrapesos.

La invasión de 1989 prometió restaurar la democracia y limitar la influencia militar. Lo primero se logró; lo segundo, solo de manera parcial. Aunque las Fuerzas de Defensa fueron abolidas, el Estado reconstruyó gradualmente una fuerza pública más grande, más equipada y con mayor peso político. Hoy, su pie de fuerza es varias veces mayor al de 1990. Sus presupuestos crecen de forma constante y, aunque actúan con perfil técnico, su influencia en decisiones de seguridad, territorio y manejo de crisis es cada vez más evidente. La seguridad ciudadana no mejora en la misma proporción, pero el poder institucional de los cuerpos de seguridad sí lo hace.

Mientras tanto, la élite económica no solo recuperó la influencia perdida durante el periodo militar, sino que la expandió. La ola privatizadora de los años noventa, la consolidación bancaria, la expansión financiera y los megaproyectos crearon un bloque económico más sofisticado, corporativo y globalizado. Ya no influye únicamente en políticas públicas: influye en el diseño mismo del mercado nacional. Para estos grupos, la política no es un espacio ideológico, sino un instrumento de gestión empresarial.

Un ejemplo claro es la tendencia a estructurar licitaciones que agrupan múltiples proyectos medianos en un solo paquete multimillonario. Esto excluye a profesionales independientes y pequeñas empresas que no tienen capacidad para competir. En vez de promover competencia y participación, el Estado alimenta un círculo cerrado donde las mismas empresas capturan la mayoría de contratos y concesiones. Así se fortalece un modelo de concentración económica que limita la movilidad empresarial y perpetúa desigualdades históricas.

Lo más llamativo es que, pese a haber tenido gobiernos de estilos muy distintos —empresariales, populistas, reformistas, tecnocráticos—, ninguno ha podido romper este patrón. Las estructuras del poder silencioso, tanto económico como militarizado, permanecen intactas. La democracia funciona, pero dentro de los márgenes fijados por estos dos guardianes externos. El ciudadano vota, pero el gobernante enfrenta límites invisibles que reducen su margen de acción. La alternancia cambia los discursos, pero no necesariamente los cimientos.

El impacto de este modelo no se expresa solo en política. También se refleja en indicadores sociales y económicos. La concentración del poder económico contribuye a un índice Gini persistentemente alto, evidencia de que la desigualdad sigue siendo uno de los problemas estructurales del país. Al mismo tiempo, el crecimiento de la fuerza pública no se traduce en mayor seguridad, pero sí en mayor capacidad del Estado para controlar protestas, regular espacios públicos y actuar como un actor político de facto.

La mayor preocupación es que esta arquitectura se ha normalizado. Panamá vive en un sistema donde los poderes que no van a elecciones tienen más estabilidad que los gobiernos electos. Y mientras estos guardianes silenciosos determinen quién accede a oportunidades, qué modelo de desarrollo impera y cómo se ejerce la seguridad, la democracia seguirá siendo incompleta. No por ausencia de instituciones, sino por la fuerza de actores externos que las condicionan.

Reconocer esta realidad no significa negar avances, sino entender por qué tantos cambios aparentes producen tan pocos cambios reales. Si Panamá no debate quién ejerce realmente el poder y cómo se equilibran sus fuerzas, seguirá atrapada en un ciclo que se repite con precisión: nuevas elecciones, mismos poderes; nuevas promesas, mismas estructuras; nuevos presidentes, los mismos límites invisibles.

El autor es consultor y evaluador ambiental.


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