Los sistemas económicos en el mundo han evolucionado desde la esclavitud y el feudalismo hasta el capitalismo y el socialismo, para situarse finalmente en el modelo que predomina actualmente en casi todo el orbe: el sistema económico mixto (SM).
Casi todas las naciones, especialmente las grandes economías, se rigen por este modelo, que combina el libre mercado con algún grado de intervención estatal. Esta intervención puede ser intensa, como en los llamados “Estados productores”, donde empresas estatales coexisten o compiten con la iniciativa privada; o más moderada, cuando el Estado actúa principalmente como regulador de las actividades del mercado.
La discusión central siempre gira en torno a la proporción óptima de intervención estatal: es decir, cuánto debe involucrarse el Estado en la economía para promover eficiencia e innovación, sin ahogar la competencia ni debilitar el mercado.
En Estados Unidos, por ejemplo, coexisten empresas privadas y estatales, aunque estas últimas en menor número, como el Servicio Postal, el Servicio de Parques Nacionales, la Corporación Nacional de Trenes y la Autoridad del Valle del Tennessee. En China, la economía de mercado y la empresa privada tienen una fuerte presencia, aunque reguladas estrechamente por el Partido Comunista. En India también opera un sistema mixto.
El Nobel de Economía 2014, Jean Tirole, lo sintetizó con claridad en su obra La economía del bien común:
“El Estado y el mercado son complementarios y no excluyentes. El mercado necesita regulación y el Estado, competencia e incentivos”.
El objetivo es alcanzar una eficiencia sostenible, en la que no haya espacio para un Estado opresor ni para un mercado frío y deshumanizado. La discusión ya no se centra en si el capitalismo o el socialismo son intrínsecamente mejores: ambos, en estado puro, presentan defectos, y las opiniones varían según el enfoque, la ideología y la realidad de cada país.
En Panamá, por ejemplo, durante la época militar predominó un Estado productor, que luego dio paso a un giro privatizador. Sin embargo, siempre debe existir un espacio democrático para decidir la proporción adecuada.
Ese espacio democrático, en el modelo estatista, puede derivar en paternalismo, populismo, nepotismo y clientelismo corrupto. En el modelo proempresarial, por otro lado, suele manifestarse en el abandono de poblaciones vulnerables, descuido ambiental, evasión fiscal e indiferencia ante la indignación ciudadana.
Cada país debe encontrar su propia proporción óptima de mercado y Estado. Esta fórmula puede mejorar o deteriorarse con el tiempo, pero no debe confundirse “óptimo” con “perfecto”. En términos generales, la intervención estatal debe ser eficiente y limitada, y la promoción de empresas con responsabilidad social resulta fundamental.
En las conclusiones de mi libro Economía y Fe. Tristeza socialista vs. mercado regulado con sabiduría, reafirmo que:
“Un sistema mixto verdaderamente integral funcionará con tres ingredientes: mercado, Estado y moralidad. Esta última solo es posible al reconocer que el orden material no se controla a sí mismo, pues requiere del orden espiritual.”
Agrego además:
“Los sistemas económicos en la historia han evolucionado siempre en relación con la libertad o la falta de ella. No se vislumbran nuevos sistemas óptimos en el futuro, a menos que el sistema mixto se integre sabiamente con un sistema moral o ético que lo sustente”.
Un sistema moral sólido implica instituciones fuertes: familia, iglesia, escuela, salud pública, justicia, caridad, gobernanza responsable y honestidad.
En síntesis, debemos buscar la proporción óptima de nuestro propio sistema mixto, lo que exige comprender nuestra idiosincrasia histórica y actual, identificar prioridades nacionales e instituciones a reforzar, y promover una paz espiritual que se refleje en todos los ámbitos de la vida social y económica.
El autor es economista y católico.

