Cuando en los primeros meses de 2004, la Corte Suprema de Justicia emitió un fallo sobre la legalidad de una norma del Ministerio de Vivienda (Mivi) que regulaba la altura de los edificios en Panamá, como dijo recientemente Hugo Rosales, planificador urbano, ardió Troya. Claro, era un año electoral que, como es de rigor en Panamá, perdió el gobierno en mayo de ese año y las expectativas del sector inmobiliario y de la construcción (los tirios) eran particularmente exageradas, ya que, además de la legislación favorabilísima a la que estaban acostumbrados, ahora estaba también en la mira el área del Canal.
Así, una parte de la península de Amador fue concedida a un promotor que prometió un “boulevard alta moda”, excavó, rellenó y terminó por dejarnos un abandonado tugurio turístico; el puente Centenario se construyó e inauguró sin accesos en medio de la nada (pasar por ahí es como desviarse a Penonomé sin que haya Penonomé); en el centro de la capital, la segunda ola de edificios altos que se inició con el Miramar en 1996, iba barriendo sin contemplaciones los corregimientos de Bella Vista y San Francisco, y donde estaba el colegio San Agustín, todo ese espacio se encerró con un enorme centro comercial que arrinconó al río Matasnillo, trató de forzar un paso elevado desde la avenida Balboa (que no consiguió) y produjo después unas enormes torres en un callejón sin salida que, en conjunto, conforman hoy una especie de tugurio comercial.
En ese contexto en el que todo era tolerado, hablar de normas era tan insólito como mirar los precios en medio de un saqueo. Y entonces apareció el fallo de la CSJ que rescataba un reglamento de urbanización de 1941, que no había sido derogado y que contenía una restricción de altura civilizadamente condicionada al ancho de la calle más el retiro. Ardió Troya.
Resulta que, entre el final de los años 1960 y el comienzo de los años 1970, Panamá, en un alarde de creatividad, hizo un aporte al urbanismo mundial al crear la norma de altura máxima determinada por la densidad. Era como designar el tamaño de una persona según el peso. A nadie se le había ocurrido. No se de quién fue ese eureka (y lo he buscado), pero solo en 1984 apareció en la Gaceta Oficial, cuando hacía tiempo era práctica común. El tope de densidad era de 1,500 personas por hectárea, lo que para un lote de 1,000 m2 permitía 150 personas o 30 apartamentos en cualquier configuración: 10, 15 o hasta 30 pisos. Posteriormente, se pudieron pedir bonificaciones y tolerancias, lo que llevó en la práctica la densidad a 2,000 personas/ha y a más altura si se quisiera. También se inventó disfrazar las habitaciones de salitas o estudios, en los planos, para que el cálculo sobre tres o cuatro personas por apartamento (y no el habitual cinco), permitiera más apartamentos y mejor negocio. Ya esto no hace falta.
En 2019, una norma estableció que el cálculo máximo por apartamento es de 3.5 personas, lo que permite automáticamente 30% más apartamentos en el mismo lote y sin despeinarse. Y en 2021, el plan del distrito de Panamá concedió una densidad máxima de 2,000 personas/ha a algunos sectores de la ciudad. Esto permitiría, en el lote de 1,000 m2, 57 apartamentos, redondeados a 60 con la tolerancia, el doble de hace 50 años, cuando se creó el Mivi. Qué ingenio, ¿no?
Y, ¿qué pasó con Troya? En el balance final, el estallido de 2004 provocó que en el siguiente gobierno se expidiera, en 2006, la Ley 6, que derogó finalmente aquel incómodo reglamento de alturas relacionadas con anchos de calles, que era lo que entorpecía el movimiento habitual de los negocios y también que, en 2009, el Mivi pasara a llamarse Miviot. Mientras tanto, los tirios siguen cocinando a Troya a fuego lento.
El autor es urbanista

